Sensibilidad deambulante

Saben que mi intención es tomarles una foto, pero ni se inmutan. Solo observan, con esa mirada ajena, indiferente, y siguen compartiendo, con la mayor naturalidad del mundo, sorbos de alguna bebida, mientras se pasan, de uno a otro, la botella.

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Para trabajadores de la instalación ubicada frente a la terminal de Ómnibus Nacionales de Ciego de Ávila, y para quienes han acudido a recibir servicio, la escena no iría mucho más allá de lo cotidiano, si no fuese por ciertos detalles que saltan a la vista, o que refiere una de las empleadas.

“Como norma, llegan a una mesa, se sientan, sacan una botella, empiezan a beber, no consumen nada de lo que aquí ofertamos y, sin embargo, se pasan horas ahí, ocupando, muchas veces, el espacio que pudieran disfrutar otras personas.

“Les hemos explicado, en buena forma, que deben darles oportunidad a otros, pero no hacen caso, se mantienen hasta que los coge la noche y van para la terminal, supongo a dormir en algún rincón. En ocasiones, hasta nos han ofendido. Hemos avisado a la policía; vienen, los sacan, pero al poco rato están de vuelta.”

Que tienen derecho, como cualquier ciudadano, a ocupar una mesa, compartir y departir… eso es innegable. Si en un lugar se respeta derechos de esa índole, es aquí, en Cuba. Puedo equivocarme, pero situaciones similares no abundan mucho en otras partes, sobre todo cuando se trata de individuos bajo los efectos, evidentes, del alcohol; no precisamente bien vestidos, cargados de jabas o jolongos a la usanza de los deambulantes, y no con la mejor higiene.

Por eso, mientras el rostro y las manos de la empleada parecen decir “nada podemos hacer”, sigo preguntándome lo mismo que otras veces:

¿Qué ha hecho, o qué hace, la familia de esas personas? ¿Acaso no tienen padres, hijos, hermanos… que puedan ocuparse de ellos? Tal vez ya ningún consejo familiar surta el efecto que sí pudo ocurrir antes, si parientes y hasta vecinos hubieran intervenido a tiempo. Pero no me parece justo, y mucho menos correcto, que queden a expensas de lo que algunos suelen llamar “a la buena de Dios”, para que “alguien” (¿quién, si no el Estado?) se encargue de ellos.

Ojalá, en tal caso, todos digamos: “Ese asunto es mío y voy a meterle el pecho”. Pero no siempre sucede. Y es ahí donde, irremediablemente, no debe faltar el rol de mecanismos e instituciones creadas con ese fin, o que, por su función, pueden insertarse en la solución del problema.

No hablo ya de permitir o no la presencia, en lugares como el antes mencionado, de adictos a la bebida o de personas con otros trastornos, que generalmente deambulan por las calles. Eso quizás se resuelva, al menos de momento, con una indicación de las autoridades encargadas del orden público.

Pienso, sobre todo, en lo que, además de la familia (primer y decisivo eslabón) pueden hacer las estructuras concebidas para la prevención y atención sociales, especialistas e instituciones de salud que, aunque insuficientes, han de tener una participación cada vez mejor y más óptima.

Claridad en asuntos así, dejó el Presidente cubano, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, al resumir la más reciente sesión del Parlamento cubano, cuando subrayó:

“Quienes están en capacidad de resolver algo, tienen también el deber de no dejarlo a otros. Detrás de cada problema hay un cubano o una cubana que necesita atención: recuperar la sensibilidad y ponerla de moda, es palabra de orden.”