Nuestra cultura piensa que estar sano es estar flaco, y que comer bien es hacer dieta, y así nos va. Gordos y flacos engrosando estadísticas de enfermedades crónicas
A juzgar por nuestra eterna preocupación por andar consiguiendo comida e improvisando recetas para lograr platos diferentes con los mismos ingredientes, el sobrepeso no debería ser una de las amenazas más comunes a la salud de los cubanos.
Aquí decimos siempre que comemos lo que podemos, no lo que queremos, y asociamos comer sano con hacer dietas, mantener la línea y bajar de peso, como tácticas para lograr un par de medidas corporales, y no como estrategia, a largo plazo, para una mejor salud. Puede que este no sea el mejor día, el mejor mes, el mejor año para hablar de comida, de elegir, de combinar…, pero déjeme mostrarle un par de datos.
La Revista Cubana de Alimentación y Nutrición recoge estudios sobre el aumento del porcentaje poblacional con sobrepeso en el país, desde embarazadas (del 14 al 27 por ciento en 10 años) hasta la obesidad entre hombres y mujeres adultos. En total, más del 40 por ciento de la población tiene sobrepeso.
• Lea más aquí sobre este tema
De aquí se desprende una conclusión apresurada y engañosa: suponemos que, solo por su peso, las personas obesas son las que deberían alimentarse mejor y que el resto, sin esos problemas, está “sano”. Pues no es así.
Cierto es que el sobrepeso constituye un factor de riesgo importante en el desarrollo de patologías crónicas como hiperinsulinemia o hipertensión, pero no es la talla el único indicador que debemos cuidar de cara a la alimentación. Hay una relación con el estilo de vida y el bienestar que no puede obviarse.
Un estudio llevado a cabo por investigadoras de la Universidad de La Habana en 2017 trató de describir las dinámicas familiares de niños con exceso de peso. ¿Las constantes? Consumo regular de chucherías, dulces y alimentos fritos, casi nula práctica de ejercicios físicos, y más de dos horas frente al televisor. ¿Y estos son datos de los niños? Sí, pero también de los padres.
No nos engañemos, estas preferencias no difieren de las que tenemos en la mayoría de las familias cubanas. Mientras ver la televisión en la sala es una tradición arraigada (que va siendo sustituida por ver programas cada uno por su lado), nuestros postres preferidos son altos en azúcares, y todos los días en las casas cubanas se trata de comer algo frito.
Delgados, peso promedio, “ni muy muy ni tan tan”, incluso, en nuestro peso ideal, no hacemos nada ni estamos asegurándonos salud para los 60 o los 70 si, solo por eso, nuestra ingesta calórica es elevada y nuestra vida sedentaria.
De hecho, es muy común que las personas con alto metabolismo y constitución delgada no cuiden en absoluto lo que comen y vean las consecuencias años más tarde, no solo por perder la figura, sino por el deterioro de su salud. A los 50, nadie dice “ay, pero si era flaco, ¿cómo se enfermó?”.
Ya nos hemos acostumbrado a que enfermamos por igual. Eso debiera, por tanto, limitar la actitud fiscalizadora con la que miramos a las personas gordas, más cercana al acoso que al consejo, escudándonos siempre en que lo hacemos “por su salud”.
Entre las estrecheces económicas y la baja cultura alimentaria vamos, poco a poco, deseando (fíjese que no digo eligiendo, sé que, a veces, no se puede elegir) cada vez más la salchicha antes que el pollo, las galleticas con crema antes que el arroz con leche, los pellys antes que el pan, los refrescos de gas antes que los jugos de frutas.
Porque sí, es más trabajoso batir y colar frutas, puede ser caro comprar verduras (aunque no más que el paquete de galleticas) y no está en nuestro código genético comer sin arroz —porque, ¿con qué me lleno entonces?
Pero el precio, acaso, lo pagamos con salud, que equivale a tiempo de vida, y eso, que me disculpe el refrán, vale más que el dinero.