Sábado de aguas negras

Hay una línea delgada entre la justicia y la injusticia que cruzamos todos los días cuando le achacamos a otros la responsabilidad de nuestros actos.

Mientras el hombre está de cabeza en el registro de aguas negras casi lamento haber insistido tanto. Otros dos hombres le sostienen por las piernas y él, de cara a la inmundicia, empieza a sacar pedazos de madera, náilones, piedras, churre. Lo miro y pienso que no hay dinero en el mundo que pague el esfuerzo ni el riesgo.

Luego sabré que, en efecto, la paga es poca y las obstrucciones sanitarias muchas, demasiadas, abrumadoras.

La brigada de Acueducto y Alcantarillado, que lidera el muy conocido y mentado Diosdado La Pera, en Ciego de Ávila, no tiene descanso.

Era sábado no laborable, empecemos por ahí. El edificio 28 del reparto Vista Hermosa había convivido un par de años con una inundación albañal que no solo anegaba el traspatio, también la existencia misma de los vecinos.

Se habían quejado, como es lógico, en todas las instancias posibles, pero la respuesta era más o menos la misma: no hay solución porque depende de una inversión mayor. Esa inversión nunca llegó, si es lo que usted está pensando, ahora que sabe que una brigada de obreros y carros especializados le entraron de frente al añejo planteamiento.

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Llegaron después de que dos o tres vecinos, en representación del resto, recorrieran la última milla de la atención a la población y se sentaran en el despacho del mismísimo Primer Secretario del Partido en el municipio, con cartas, firmas, videos y fotos de su problema. Y de ahí salió la solución. No aquella de la inversión y los tubos de polietileno, sino una más rápida y menos costosa que no prometía ser definitiva, aunque sí paliativa. A la postre —respiran aliviados los vecinos, cruzando los dedos—, no ha hecho falta otra cosa.

Eran cinco o seis hombres de piel curtida, “armados” con un camión-cisterna chino, una retroexcavadora pequeña y una o dos palas. Hicieron tres preguntas, buscaron la “boca” del registro y empezaron a desobstruir la desesperanza. Como mismo avanzaba la negra manguera con agua a presión por entre los retorcidos drenajes sepultados bajo el edificio (a saber a quién se le ocurrió semejante brillantez de ingeniería civil), se abría paso la certeza de que a veces hay a quienes les bloquean la voluntad y terminan por justificar sus desganos con la escasez de recursos. Ese día los muchachos de La Pera se suponía que no trabajaran y, sin embargo, más de uno volvió a casa con olor a heces; ya sabe, un eufemismo que utilizaremos para disimular la peste.

El trabajo no fue fácil. La manguera a presión se arrastraba como una sierpe oscura e iba empujando a su paso la mugre fétida, hasta un punto en el que se detuvo, volvió sobre sí misma y pareció un eructo el ruido del agua chocando contra la trabazón. “Ahí hay algo”, dijeron. “Está derrumbada la tubería, ahora sí se puso malo esto”.

Lo intentaron otra vez. Si la tubería estaba rota debajo del edificio no había nada qué hacer. O sí, seguir esperando. “Dale presión”, gritan. Se agita la manguera y el agua regresa como una tromba para romper lo que se atraviese. Y lo logra. Tumbado sobre un saco viejo, en la boca del registro, el hombre repta, entonces, hacia adentro, como antes lo hacía la manguera. Un metro, medio metro más; se cae, pienso. Sus compañeros lo agarran fuerte por las piernas y él pone en evidencia a los vecinos que observamos su arrojo, con todo y el jarrito con café y el vaso de agua todavía en las manos, porque empieza a sacar la basura que “nadie se explica” ha ido a parar allí.

Hay una línea delgada entre la justicia y la injusticia, que cruzamos todos los días cuando le achacamos a otros la responsabilidad de nuestros actos y juzgamos y criticamos sin saber a fondo en qué condiciones se repara un salidero o se destupe una cañería, por ejemplo. Lo cual no justifica, empero, la parsimonia y el desgano con que se dirimen algunos asuntos en algunos niveles.

“¿Me puede prestar un jabón para lavarme?, es que no quiero que mi mujer me regañe otra vez por la peste”, dice el hombre y se echa a reír, como si no acabara de salir de un hueco hediondo y como si no tuviera todo el derecho del mundo a recriminarnos por negligentes. La Pera también sonríe por la ocurrencia y luego se pone serio. El sábado era no laborable, pero todavía no terminaba.