Hoy habría que preguntarse cómo queda Cuba, cuando los niños oyen en la casa y en la calle acerca de “perdularias”, chulos, bárbaros sexuales y relaciones tóxicas
Caricatura: Adán El ritmo pegajoso invade el aire de la noche, envuelve a todos en la fiesta y se expande insolente hacia las casas de quienes viven cerca. Los vecinos del lugar, quiéranlo o no, les interese o les resulte incómodo, tendrán que escuchar sobre esa muchacha a la que llaman la triple M: “más dura, más buena, más level”.
“Ahora se puso más rica/ Con sus nalgonas y esas teticas/ Con ese pelo y esa bembita, tita/ Ay, diablo, qué rica”… Asegura la letra de la canción; y para rematar: “Una blancona que detona con su pintona/ ‘ta to’ lindona, pelinegrona/ to’ plasticona, una cosa que impresiona”.
Se calla al fin Mawell y le llega su turno a Bebeshito:
“Ropa de marca, una cadena/ La cartera llena y salió pa’ la pista/ Lleva la putería en vena/ Llega y exagera y anda fuera ‘e vista/ Lo que hablen de ella le resbala/ Esa jeva es bala de la que detona/ Ella cierra con su mirada/ carita ‘e malvada y boquita enfermona”.
“Y cuando se emborracha”… mejor dejémoslo aquí. Posiblemente, más de media Cuba haya escuchado esa y otras canciones del momento, las mismas que se pegan en fiestas, discotecas y otros espacios estatales o privados que, en nombre de la cultura y la recreación, reproducen estereotipos machistas e incluso contradicen los valores y las metas de una sociedad que busca más respeto, igualdad e inclusión.
Mientras en algunas esferas intelectuales se teoriza y debate acerca de la descolonización cultural y el empoderamiento de la mujer, y las autoridades del país dan pasos en ese rumbo, en la vida cotidiana del cubano sobrevive una oferta cultural inundada de misoginia, violencia verbal, drogas, superficialidad y estándares de belleza poco realistas.
Ni de lejos estas líneas buscan decirle a nadie la música que debe escuchar: sería tremendamente pedante. El problema no es el reguetón ni los reparteros ni ciertas frases que el humor y la picardía han vuelto parte de la cotidianidad. Cada quien es libre de consumir en su móvil, o en la intimidad de su casa, los productos culturales que desee, mientras no moleste a los demás.
Lo que sí me parece tremendamente incoherente, y hasta peligroso, es que se permita difundir en espacios públicos ―bajo la responsabilidad del Estado― líneas de mensaje que van contra todo aquello que, como nación, nos hemos propuesto lograr. Y da igual si la canción de marras es un reguetón, un bolero o una ranchera; o si la fiesta ocurre en un parque o en un bar privado: hay límites de sentido común, de civilidad, que deben ser resguardados por todo el sistema de instituciones de la Revolución.
“¿Y cómo quedo yo?”, se preguntaba Aurora Basnuevo en unos populares sketches que emitió durante años la Televisión Cubana. En ellos se cuestionaba el doble discurso a la hora de formar a los niños y adolescentes, y cómo los ejemplos negativos hacían quedar mal a la abuela, siempre preocupada por educar a sus nietos.
Hoy habría que preguntarse cómo queda Cuba, cuando los niños oyen en la casa y en la calle acerca de “perdularias”, chulos, bárbaros sexuales, relaciones tóxicas, y de que lo importante es ganar dinero; y luego van a la escuela a que los maestros les hablen de Martí, del amor a la patria, de ser buenas personas… ¿Cuál de los dos discursos se quedará grabado en la cabeza de nuestros niños? ¿Cuál desecharán, por considerarlo inservible y poco realista?
Por este camino, si no variamos pronto la oferta cultural, si seguimos de un bandazo a otro, será el destino de las nuevas generaciones de cubanos lo que esté “pa’ darle hacha”. Y el hacha será dada: no nos quepa la menor duda.
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