Ilén Dipoté En una sociedad patriarcal como la nuestra, donde la mujer, en algunas mentalidades, tiene que ser primero madre, esposa, trabajadora, hija, abuela, y en el último de los lugares, mujer, está muy naturalizado el hecho de que seamos nosotras las que cuidemos a los otros, a riesgo de desatendernos.
Hasta hoy, para muchos, hemos sido las frágiles, tiernas, femeninas y entregadas en cuerpo y alma a la familia, las que no descansan para que amanezcan forrados los libros de los hijos, las que atienden a los enfermos, y súmese, las que luego de toda una jornada laboral llegan a casa para enfrentarse a otra que resulta ser tanto o más agotadora.
Mi preocupación viene dada por una simple, pero fuerte razón. Cada día son más las mujeres que abandonan su trabajo y hasta su casa para atender a otros, y, aparejado a ello, está la pérdida de su vida social, de amigos, de contacto con realidades diferentes a las suyas.
Tienen diversas edades, pero, sobre todo, son aquellas ya entradas en años las que asumen este tipo de responsabilidades, consideradas por muchos como “lo que les toca”. Porque, pobrecita, es la única hembra entre tantos hermanos y tiene que asumir, como si la persona a atender fuera un bulto que estorba, y le corresponde a ella, a la mujer.
• Sobre el tema lea este trabajo de Inter Press Service en Cuba
Recurro, una y otra vez, a este término (mujer) porque somos nosotras las que, en su mayoría, asumimos tal responsabilidad. De ello da cuenta la cifra registrada en la Dirección Provincial de Trabajo, donde solamente se recoge el número de madres con hijos aquejados por discapacidad severa, que han acudido en busca de ayuda, y que suman 146. Únicamente un hombre siguió tal proceder.
No empleo el término fémina porque utilizarlo sería refrendar el canon de delicadeza asociado a nosotras. Digo mujer porque, más en estos casos que en otros, debemos ser fuertes, incluso, aunque nos quedemos solas.
A este punto llegan varias, luego de que, poco a poco, la familia se desentiende. Habría que encuestar a cada una de las cuidadoras para saber si el deber de atender a otra persona ha recaído en todos los familiares por igual, o, al menos, han turnado responsabilidades que sí tocan, pero no todos están dispuestos a asumir. Y aquí no cabe eso de que siempre hay un hijo con más afinidad con sus progenitores, por ejemplo, porque los padres son de todos y en todos debiera recaer la obligación de devolverles lo que ellos hicieron por nosotros.
Hay muchas que, sin saberlo, están siendo violentadas, incluso, por la propia familia. Porque hay quienes llegan a la hora justa para criticar, pero son incapaces de echar una mano, también están los que dejan por sentado que con dos visitas a la semana es suficiente para hacer algo que requiere de trabajo diario, y otros que, como dice el dicho, ni tiñen ni dan color.
Creo que en el intento por ayudar a las mujeres cuidadoras, los compañeros de labor juegan un papel muy importante. No hay nada más reconfortante para alguien a quien la familia le ha dado la espalda que sentir el apoyo de un colega y notar su preocupación, pues, en situaciones similares, las personas se hermanan.
También pienso que recurrir a internar en un asilo a los ancianos, solo porque a alguien le estorban en casa, no puede ser una opción. El acto de cuidar requiere de paciencia, pues, en muchos de los casos, quien recibe la atención hace mella en los sentimientos del que vela por su bienestar, pero, sobre todo, de amor y de entender que la persona no llegó a ese estado porque quiso, sino porque la vida lo puso allí.
Evitar que la mujer sienta dicho proceso como un tiempo en el que estará presa dentro de su propio hogar, aun cuando no lo reconozca, es tarea difícil, sobre todo, si cree que será ella la única que podrá con todo. Pero, a fin de cuentas, ¿quién la cuida?