Muchos cubanos mientras viven en Cuba violan una y otra vez las normas de convivencia y disciplina social. ¡Ah!, pero cuando emigran se convierten en ciudadanos modelo. Eso es ser candil de la calle y oscuridad de la casa
Me contaba un colega en una ocasión, tras una visita a un país de los llamados del primer mundo, cómo resultaba vital cumplir allí las normas de convivencia y reglas sociales, a riesgo de ser multado en cuantías considerables.
Y la exquisitez del comportamiento llegaba hasta la prohibición de arrojar una colilla en el piso, un papel fuera del cesto u otra acción considerada de mala educación, lo cual contrastaba grandemente con lo que apreciaba en el andar cotidiano por nuestra ciudad.
Es sabido que los que viajan o deciden instalarse definitivamente, por cualquier razón, en esos países, deben acoger como propios tales hábitos, ante lo cual nos preguntamos, ¿qué impide actuar de modo correcto en el nuestro? ¿Es que somos, como reza el refrán, Candil de la calle y oscuridad de la casa?
Para nadie es secreto el menosprecio por el espacio común que compartimos a diario en los edificios públicos, el transporte, el parque, el centro hospitalario y la calle, en general.
La falta de responsabilidad colectiva hace que la culpa se diluya en lo abstracto y que algunas personas actúen a su antojo, sin darse cuenta que, como un bumerán, su mal comportamiento se volverá en contra de ellas mismas más tarde.
Esa desidia hace que cualquiera vacíe, sin ningún miramiento, todos sus desperdicios en el microvertedero de la esquina, los que son removidos por el viento y esparcidos por toda la vecindad.
Es la misma actitud de aquellos jóvenes conectados a la Internet en una zona Wifi, encaramados en el espaldar de un banco, con los pies encima de donde debían sentarse; los que rompen una botella después de ingerir su contenido y dejan los vidrios esparcidos, o los que hacen una necesidad fisiológica detrás de una columna de un portal.
Llaman la atención algunos espacios recreativos, en los cuales ocurren, reiteradamente, actos de violencia que derivan en lesiones u otros delitos, por no ejercerse en ellos el debido control de la disciplina.
La música estridente de motorinas y bicitaxis al circular en la vía o desde los propios hogares, pitos y alarmas automovilísticas, peleas de perros callejeros y falta de control sobre las mascotas son comportamientos comunes que interrumpen con frecuencia el sueño, el disfrute de un programa televisivo o, simplemente, una conversación familiar.
A fuerza de padecerlos, una buena parte de la comunidad convive con ellos y los acepta como algo normal o irremediable, que viene aparejado con la modernidad. Aceptamos como irremediable la violación de pautas éticas y de convivencia, y otras tantas manifestaciones de infracción de decretos, instrucciones y reglamentos que norman la vida en sociedad, pero, ¿habrá que sancionar a todo el mundo porque no somos capaces de vivir civilizadamente sin alterar el orden y dañar la propiedad social?
La batalla contra este tipo de conducta no es de un día ni tampoco de alguien en particular. Recuperar el ambiente de educación y moralidad, del cual en más de una ocasión hablan nuestros padres y abuelos, no solo es posible, sino necesario, y depende de nosotros mismos.
Al margen de inspectores, multas o cualquier otra medida educativa para contribuir a preservar la higiene y la integridad de los espacios comunes, la sociedad tiene que ganar conciencia en que el cuidado de esos lugares representa ahorro de recursos, pero, también, calidad de vida y bienestar para los ciudadanos.
Los años de contracción económica que enfrenta el país traen aparejado el deterioro de determinados valores como la responsabilidad, la honradez, la honestidad y la solidaridad, a lo cual se une la falta de un accionar coherente, sistemático e integrado de todos los factores comunitarios que sirva de contrapartida.
Pero no dejemos solo a la Policía Nacional Revolucionaria o a los cuerpos de inspectores la preservación de las buenas conductas. Demos una mirada reflexiva a nuestra propia casa, al barrio o al centro de trabajo y escuchemos el parecer de los que nos rodean, pues de este combate no hay nadie excluido.
Ponerles coto definitivo a la indisciplina social y las actitudes violadoras de la legalidad está en nuestras manos. Digamos juntos, “hasta aquí ahora mismo”, para que la luz del buen hacer ilumine también hacia el interior a nuestra casa mayor, el país que habitamos.