Ponte en mis zapatos

Lo más importante es tener claro que la empatía es un traje magnífico, que debía llevarse siempre

 empatia Ella despertó temprano. La alarma del teléfono anunciaba las seis en punto de un nuevo día. El esposo se había ocupado de calentar el agua y ya iba de salida.

De una en una, despertó a las hijas (de escolaridad primaria y secundaria), que se fueron alistando, mientras ella, madre trabajadora y estudiante a distancia, además, revisaba algunos apuntes de clases anteriores, para refrescar el contenido que no le había sido posible estudiar en una semana cargada de ocupaciones.

Como una artista hacía malabares para peinar a una, atender la pregunta de la otra, colar el café, recoger las camas, y tomar el desayuno en el poco tiempo que quedaba. La más pequeña de las tres hijas iniciaba otro de sus reproches matutinos por no querer asistir al círculo infantil.

Por fin, sobre la mesa estuvieron listas las meriendas, junto a los frascos de refresco y agua. Con un beso las despidió en la puerta, porque, como madre, no se permite que prisa alguna le robe los segundos del beso y el abrazo de la despedida. Después pudo, entonces, enfocarse en la más pequeña y en componerse un poco, para que su rostro no evidenciara las tantas preocupaciones acumuladas.

La rabieta infantil no cesaba: la niña argumentaba una y otra vez su necesidad de ir al baño, de tomar agua, y ella miraba el reloj también una y otra vez, dividiendo mentalmente el tiempo para llegar hasta el círculo infantil, dejar a la pequeña y proseguir camino hacia la Universidad.

Las 8:30. Ya el círculo infantil estaba cerca. No se detuvo a observar el reloj nuevamente, le era sabido que no llegaba a tiempo. Entró al círculo con la pequeña de la mano lo más calmada posible, para así lograr que permaneciera feliz y no experimentar el difícil proceso de despedirse y dejarla llorando.

Ya adentro, saludó a todos, le habló a la pequeña, como siempre hace, sobre lo hermoso del lugar y cuánto aprendería; le mostró las mariposas y los pequeños zapatos del bellísimo cuento de José Martí; y, cuando se disponía a colgar las jabas de la niña para despedirse y respirar con alivio, como viento anunciando la tormenta escuchó la voz y vio los gestos que evidenciaban los minutos de retraso y que, sin piedad, sin empatía, sin la menor intención de probarse o tratar de amoldar los zapatos que ella, buena persona, honesta, trabajadora, luchadora, buena madre… llevaba puestos todos los días, le dijo: “No la puedes dejar, ya pasamos la lista”.

Lloró. Claro que lloró, de impotencia. Dio media vuelta y en el giro se “apretó” los cordones, porque, al final, con un mismo molde no se hacen todos los zapatos.

Cambiando los escenarios, los personajes y el conflicto, esta historia podemos protagonizarla cualquiera de nosotros el día menos pensado. Las necesidades, la falta de recursos y la urgencia con que transita la sociedad cubana contemporánea, crean un ambiente propicio para que las personas lleguen a exaltarse con facilidad. Por lo que buscarle una explicación a lo que nos sucede, al accionar negativo de otros o de nosotros mismos, puede resultar consolador e inteligente, y hasta necesario. Lo más importante es tener claro que la empatía es un traje magnífico, que debía llevarse siempre.

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El círculo infantil viene a ser ese apoyo físico y hasta emocional para todas esas madres que desean ser útiles a la sociedad y ejemplo para sus hijos. Un lugar donde nuestros tesoros más preciados pasarán el día, donde los cuidarán, los alimentarán y obtendrán conocimientos para esta etapa de la vida. Un derecho de ambos, de madres e hijos, adquirido por la voluntad del país, de ofrecer apoyo a las madres trabajadoras, más cuando el número de descendientes es múltiple, una condición de vulnerabilidad, que presupone un esfuerzo superior.

La puntualidad, esa actitud humana, de coordinarse cronológicamente para cumplir, es una virtud que debíamos poseer todos, pero, ¿qué hacer cuando lejos de nuestra intención se llega tarde a un lugar? ¿Es necesario hacer leña del árbol caído?