Si la ciudad fuera aldea, si en lugar del siglo XXI viviéramos en el XVIII, si no tuviéramos noticias de cómo hacer las cosas de forma diferente yo me amarraba las manos y luchaba contra el impulso de escribir. Juro que lo haría sin titubeos.
Pero sucede que, a fuerza de miles de habitantes, la comarca se transformó en ciudad hace tiempo, el siglo XXI ya va por su segunda década y, aunque caras, todas las variantes de conexión a Internet disponibles hoy permiten saber qué pasa en cualquier rincón de este mundo con deslizar apenas el dedo índice sobre una pantalla táctil.
Sucede, al parecer, que hay quienes no se han enterado. Debe ser eso, porque, de lo contrario, no se entiende ese concepto primitivo de recreación y servicios gastronómicos que padece, de un tiempo a esta parte, nuestra querida Ciego de Ávila. Basta una decisión adoptada en estrecho marco —no lo dudo, con buenas intenciones, al menos, buenas económicas intenciones—, para que el lugar más concurrido de la ciudad cabecera, el Parque Martí y los bajos del edificio de 12 plantas, ágora moderna del avileño y los pasantes de turno, se convierta en una cantina decimonónica con banda sonora de “conejito malo” o “chocolate amargo”.
Asegura la sabiduría popular que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno” y claro que uno duda, lo de la ingenuidad y la desinformación, digo, pues ante el clamor de una parte de la población afectada por el anacronismo y el infierno (nunca más oportuno un refrán) la nueva decisión no ha sido eliminar el absurdo, sino trasladarlo de lugar. A ver si nos entendemos: el problema no es que las carpas azules del pollo frito y la cerveza dispensada estén en el centro de la ciudad; el problema es que estén.
El problema es que nos convenzamos un día de que recreación es reguetón descarnado a las 11:00 de la mañana, aderezado con muslos de pollo cocidos en aceite recalentado al carbón y en plena calle, con cerveza Presidente o de tonel, para el caso da igual. El problema es que nos convenzamos de que no existe otra manera. El problema es que no se trata de la primera vez, o sea, más que agudo se está haciendo crónico lo fútil y cheo.
Una decisión como esa, la de la carpa y el subdesarrollo a pulso que implica esta visión reducida y reduccionista del espíritu festivo y el esparcimiento, desconoce la tradición gastronómica y de servicios de la que alguna vez esta provincia, y sobre todo la ciudad cabecera, hizo galas. No en todos los territorios del país se puede encontrar restaurantes estatales con una oferta decorosa y asequible, ubicados en el propio corazón de la urbe, y aquí, sin embargo, esas entidades languidecen o son presa de la monotonía, mientras se pretende romper la rutina citadina con “iniciativas” no populares, sino populacheras.
Es más, cuando se concibió el bulevar se previó que las unidades gastronómicas allí enclavadas ampliaran el número de clientes, emplazando mesas en un espacio diseñado con ese fin en el propio corredor público, una práctica muy común en el mundo y que, cuando se hace bien, aporta dinamismo y colorido al espacio público. Pero aquí nunca se ha intentado, salvo en las primeras y muy modestas versiones de la Noche Avileña, a finales de los ’90.
El tinglado que ahora han mudado hacia el parque Máximo Gómez desconoce un dossier de regulaciones urbanísticas, de Planificación Física, de Patrimonio, incluso, medioambientales, que no fueron escritas por gusto, sino para ser acatadas. Desoye, también, el sentir de la comunidad donde se impone su presencia, interrumpe el tránsito, crea barreras arquitectónicas, agrede el ornato público, afea hasta el infinito el entorno y propicia un “ambiente carnavalesco” innecesario.
Como si no bastara con el aire de feria agropecuaria desorganizada que le agrega a la ciudad el trasiego de coches tirados por caballos y ese polvillo ocre que barniza las calles cuando el excremento se descompone, o la basura ubicua y al parecer ya invencible, también caemos en la trampa antiquísima del panem et circenses (pan y circo, pero lo pongo en latín para que duela menos la escasez de pan).
Buen gusto, diseño contemporáneo y armonioso, especialización de las ofertas y reanimación de los espacios ya existentes, no están reñidos con la intención festiva ni la recaudación de dinero. Por el contrario, son algunas claves para convertir en buenas acciones las buenas intenciones. De nada nos sirve tener el hotel Rueda al final del bulevar, si en la entrada, o unas cuadras después, se humedecen los ojos y no se sabe si es por el humo o por el “bajanda que no hay más ná”.