No sé dónde vivo

No tengo amnesia, pero a veces olvido el lugar donde vivo. Digo esto porque yo, que disfruto la tranquilidad del hogar luego de largas jornadas de trabajo diario, a veces tengo la certeza de estar (y digo estar, no vivir) en una región incivilizada del planeta, aunque vea a algunos de mis vecinos usar un teléfono de 3G.

Y es que mi barrio —uno más de mi aldea— se ha convertido en zona de mucho ruido. Por ejemplo, uno de mis vecinos cumple años e invita a toda la cuadra. No a su brindis, sino a “escuchar” su música, casi siempre un reguetón larguísimo que te llega sin permiso tuyo, pero, como dice otra vecina, “te lo tienes que comer”.

Si suena el teléfono, lo más indicado es gritarle a la persona que te marcó: “Llámame mañana, hoy no te escuchoooooo”. Y ya gritaste porque no te quedaba de otra; y si, por casualidad, se te antoja ver la televisión, mejor no darte ese gusto. No es tu día. No te toca.

Para variar, llega el “panadeeeerooooo”, silbato en ristre, a ponerle al ¿barrio? la nota que faltaba. Sumada una “curia” de muchachos que corre y grita detrás de una pelota hasta escucharse la palabra casi esperada: goooooooool, más una de esas groserías que te deja el oído sin ganas de oir.

Pensé que mi demarcación, que además presume de citadina, era única, y no me atrevía, por vergüenza, a escribir estas líneas, sobre todo si pensaba en que, de momento, podría entrar a escena aquel bicitaxi que, tal vez, competiría con el equipo de audio de mi vecino, con grandes posibilidades de quedar empatados.

Comprobé que estaba equivocado cuando sonó mi teléfono y era una compañera de trabajo que me pedía la recibiera en mi casa, pues la fiesta en la vivienda del frente de la suya la tenía a punto de explotar; incluso no había podido siquiera comer porque, del mal genio o de la impotencia, hasta su apetito cambió de intención.

Solo le dije: “Ven y compartamos juntos el infortunio. Quizás los altos decibeles, repartidos entre más personas, toquemos a menos”. Y justo Wisin fraseaba para toda la cuadra “yo no necesito vacaciones ni dolores de cabeza…” ironía musical porque yo disfrutaba de las mías, ahora convertidas en un verdadero quebradero de cabeza, completado con un explosivo fichazo de dominó.

Pensaba en otros ejemplos y, por supuesto, imposible dejar de mencionar a los tantos bicitaxis o motorinas que atraviesan la ciudad de un extremo al otro, en cualquier horario, con música amplificada audible a un par de cuadras; y me negaba a entender que “lo establecido” en materia de urbanidad, de convivencia ciudadana o de vida en comunidad, como quieran llamarle, de tanto ser transgredido se ha convertido en “algo violado normalmente” o solo en eso, “lo establecido”.

Lea aquí qué dijeron especialistas y directivos en Mesa Redonda dedicada al análisis de la contaminación sonora en el país.

¿De qué sirven tantos spots televisivos y menciones radiales si la impunidad los desconoce? ¿Acaso se ignora el daño que ocasiona el ruido al oído, al corazón, al sistema nervioso central, entre otros órganos o sistemas de órganos, incluidos los reproductores?

Recordé que en el programa A Debate, de Radio Surco, la última vez que se habló de este tema, alguien, también, “habló” de factores involucrados en el enfrentamiento al ruido; de la inexistencia en la provincia de un aparato capaz de medir los decibeles; y de cómo algunas personas se quejaron de haber denunciado casos de ese tipo y no haber recibido respuesta.

A decir verdad, no sé dónde vivo. Y quisiera entender adónde fueron a parar la consideración y el respeto. Pero, también, a dónde están los que deben establecer el orden, porque nada sucede a escondidas. Lo cierto es que en muchos sitios de mi ciudad, cuando menos nadie imagina, sucede como en la vieja canción de Joaquín Sabina: “…y nos dieron las 10 y las 11; las 12 y la una, las dos y las tres…”.