No enseña

“Dale, mijo, que voy a llegar tarde al trabajo. Te dije que tendrías sueño esta mañana por acostarte tarde ayer.” Medio alelado, porque necesitaba unas horas más para dormir, el niño camina lento y la madre lo lleva casi a rastras. Él se detiene, y entonces ella, que parece no encontrar mejor recurso, le da un par de nalgadas para que espabile y la deje en paz.

Escenas similares puede una encontrarse, de vez en vez. Y preocupa; preocupa por todo lo que lleva detrás lo que, quizás, asumamos como cotidiano o inofensivo; preocupa por eso, porque está naturalizado.

El sentido de pertenencia o posesión de los padres sobre sus descendientes es ese escudo con el que se ampara el absoluto poderío de hacer con ellos lo que creen correcto. Esas concepciones no escritas, no reguladas, aunque compartidas a nivel social y transmitidas culturalmente, como la frase tantas veces repetida (y aplicada) “el golpe enseña”, son mitos bajo los que la violencia se envalentona y se vuelve invisible. No, el golpe no enseña, ni la chancleta o el cinto son los mejores psicólogos.

Quizás usted lea y piense que una muchacha de mi edad no sabe de lo que habla, porque, además, no tengo hijos, y existe esa creencia de que solo la experiencia vivida te permite el conocimiento real. Si es así, pues consulte a quienes se han dedicado a investigar la violencia, en particular, la que recae sobre niñas y niños. Mucha producción académica ha centrado su atención en este tema tan importante.

Aunque Cuba no presenta cifras comparables con horrendos números que hablan sobre la precariedad en la que este grupo social se encuentra en muchas partes del mundo, decir que el maltrato infantil está erradicado de nuestra sociedad es, cuando menos, ingenuo.

Repito, no tengo hijos, no he llegado al punto de desesperación que dicen tantos tener para usar la fuerza física y abusar del poder que estar en la posición de progenitor proporciona, pero hay una verdad como un templo que no olvido y explica las consecuencias de estas acciones: la violencia engendra violencia. Las medias tintas no caben en el asunto; creer que un pellizco, cuatro bofetadas cuando le “entra una perreta”, castigos severos, o cualquier otro método que vaya por esa línea, soluciona o ejemplariza, sería justificar lo injustificable.

Se ha vuelto común que lo que sucede puertas adentro concierne solo al ámbito de lo privado. Con esta premisa como bandera, se silencian prácticas de violencia, física, sexual, verbal o psicológica, por diversas razones; en el caso de los niños, porque muchas veces no son conscientes de ello, o porque les repiten, una y otra vez, que las cosas de la casa no se hablan.

En cuanto al maltrato hacia las mujeres (un término muy estudiado y que no solo se limita a que el hombre le dé un bofetón, sino a todo lo que implique la demostración de la supremacía del “macho”), el miedo, la propia asimilación de patrones de este tipo como normales, impide dialogar sobre ello y erradicarlo. ¿Por qué incluir aquí la violencia por motivos de género?, pues porque numerosas investigaciones demuestran que la convivencia con las féminas sojuzgadas por el patriarcado repercute en los menores de edad y se convierte en un ambiente propenso para que luego manifiesten este tipo de conductas.

Queda mucho por decir para referirse al complejo mundo de la violencia infantil. Usted puede concordar o pensar que lo que hace falta es escribir sobre economía o la calidad de los servicios o el transporte. Y, por supuesto, a esas cuestiones hay que prestarles la debida atención, tanta como a pensar en la crianza de un niño, matizada por ese contexto convulso que nos acompaña, y por lograr, sin idealismos, que la violencia no siga agigantando sus pasos.