La basura de fiesta

El cuento del flautista de Hamelín, aunque a veces quisiéramos que fuese real, es solo eso: ficción. Las flautas mágicas para atraer ratones no existen y, aunque parezca una perogrullada, siempre es bueno recordarlo, porque hay quienes lo olvidan con demasiada frecuencia.

Hace unos días pasaba por los bajos de un edificio del reparto Micro C y allí, más que obrar por arte de “fuerzas divinas”, hacía falta mucho control, que los vecinos cooperen bastante y dejen de arrojar las jabas de basura desde los altos. Los roedores correteaban de un lado a otro, como sintiéndose en casa. Y ellos, que son muy escurridizos, se dejaban ver a plena luz del día, sin miedo a ser atrapados.

Se ha escrito bastante sobre lo sucia que está la ciudad y varios de los municipios. En las páginas de Invasor constan los trabajos que lo demuestran, y en las redes sociales en Internet, hijos de esta tierra que la viven o que se fueron y regresan de visita, hablan una y otra vez sobre la falta de higiene en una ciudad en la que se presumía de su limpieza.

Y aun así, por mucho que se trate el tema, no mucho parece cambiar.

Decir que la demora en la recogida de desechos —porque los ciclos son demasiado largos—, y que las zonas periféricas se ven más afectadas, atenta contra la higiene local, es repetir algo que ya se sabe muy bien. Decir que constituye la única arista de lo que se ha tornado un problema serio, es ver apenas una parte del asunto.

Los problemas con el parque automotor para estos fines, la falta de combustible y otros puntos que las autoridades siempre aluden son frenos objetivos para lograr un correcto saneamiento. Sin embargo, hay muchos que vivieron los crudos años del Período Especial, cuando las carencias estaban a la orden del día, y no recuerdan que en los predios avileños la basura estuviera de fiesta en cada rincón.

También faltan depósitos para que a todos nos quede en la esquina de la casa. A veces hay que caminar un poco, es cierto. A veces están y las jabitas “premiadas” se encuentran a su alrededor porque a algunos no les gusta abrir la tapa o, simplemente, porque resulta más fácil dejarlas ahí.

Es verdad que es molesto andar por ahí caminando un par de cuadras sin encontrar “esos carritos”, nadie lo niega, como tampoco que la lógica de “yo lo hago, y el otro también, y el otro…” solo lleva a los microvertederos, a que los ratones e insectos encuentren dónde recrearse a plenitud, con las consecuencias para la salud humana que ello trae, además de contribuir al ya retorcido panorama local.

El llamado a apelar a la conciencia, aunque necesario, se vuelve estéril porque no ha funcionado en todo este tiempo. No es volverse fatalista, es un poco de pragmatismo, que nunca está de más. Aunque pensar en las consecuencias extremadamente negativas de andar soltando las jabas con basura desde los altos de un edificio por pura comodidad (la de no bajar, o la de ahorrase caminar una o más de una cuadra), o en cualquier sitio de la calle, puede ser un ejercicio un tanto útil para frenar lo que aquí sucede.

Se trata de la voluntad de tener un entorno menos sucio, la de nosotros y la de aquellos que, por su ocupación, les toca; la voluntad no en abstracto, ni la de volverse mago, sino aquella que motive lo que podemos hacer todos para contribuir.

Además, por supuesto, desde lo legal, desde el pago por las infracciones que haga que se piense más a la hora de violar lo establecido, se podría hacer más, muchísimo más. El caso es que urge cambiar, buscar la manera de que Ciego de Ávila luzca de nuevo como la provincia limpia que llenaba de orgullo a sus habitantes.