Aquella tarde en la consulta de Cuerpo de Guardia, en el policlínico local, los presentes dudaron de aquella historia mal contada. La señora (su mamá) reseñaba con tanta normalidad que su pequeño, de apenas 5 años de edad, presentaba cierta sintomatología en aquella parte íntima. El tío del niño, allí presente, aseguró que fue producto de una caída. Horas después, el facultativo lo remitió a la consulta en el Hospital Provincial correspondiente y allí el pediatra diagnosticó los signos de una violación.
Tras una mirada certera al tema en cuestión la solución estaría pensada, quizás, en aquel precepto de la llamada Ley del Talión ojo por ojo y diente por diente. Ello, claro, para terminar con rapidez un ajuste de cuentas con el atrevido que convierte a los menores de edad en víctimas del abuso sexual.
Con frecuencia, la sucesión de algún suceso de esta índole revuelve las entrañas de muchos. El entorno socioeconómico que envuelve a cada hogar obliga a establecer prioridades que generalmente se asocian a la búsqueda de soluciones ante las carencias alimenticias o padecimientos de salud. Entonces se abren los márgenes al descuido y las brechas para los oportunistas.
De ahí la urgencia de repensar los procederes de los miembros de cada familia donde cohabitan menores de edad. Los entramados de complejidades que aquejan el seno familiar nunca pueden superar lo más esencial: el cuidado de las niñas y los niños en todo momento.
Entre quienes —por desgracia— han sido víctimas de algún abuso sexual los más perjudicados resultan los infantes, al no ser considerados históricamente como sujetos de derechos durante tantísimos años. En la actualidad, en el orbe los menores de edad gozan de un amparo preferencial, y resalta la Convención sobre los Derechos del Niño como punto clave en la protección de los derechos humanos, quienes tienen que ser protegidos ante cualquier forma de victimización.
A pesar de la seguridad antes mencionada, mucho queda por hacer. A favor cuenta en la Isla el panorama totalmente renovado en el actual Código de las Familias donde sí se determina y respeta este concepto. También lo fundamenta el Código de la Niñez, Adolescencias y Juventudes, una normativa que amplía el marco legal para la defensa, el desarrollo y la participación de las personas de cero a 35 años.
El código reconoce a niños, niñas, adolescentes y jóvenes como sujetos activos de derecho y consagra principios esenciales como el interés superior de los menores de edad, la participación progresiva, la autonomía personal y el auxilio frente a toda forma de violencia, abuso, negligencia, explotación, trata, exclusión y discriminación.
A juzgar por la cotidianidad, se advierten diversas manifestaciones de maltrato padecidas por los más pequeños, desde las de índole físico y emocional y el abandono hasta el abuso sexual. Esta última constituye una de las más lesivas para la integridad de estos grupos etarios.
Un primer enjuiciamiento recaería de a golpe en maldecir al agresor y vaticinarle todo el peso de la ley, aunque ciertamente en ocasiones “bondades” otorgadas al victimario por una buena conducta u otras razones durante la etapa de sanción echan por tierra las secuelas imborrables que acompañarán al infante durante toda la vida.
Apresar al atrevido está bien, no obstante, lacerar el desarrollo y crecimiento de una niña o niño viene a ser el quid del asunto. Por tanto, prestarles mayor atención a los infantes y desconfiar en todo momento e inspeccionar, con lupa, si fuera necesario, a quienes dejamos por algún período a cargo de nuestros menores, constituyen especies de tendencias a viralizar en cada hogar.
Tanto el sexo femenino como el masculino sucumben ante estos hechos repudiados por la sociedad. Presenciarlos o imaginarlos, vivirlos de cerca o en primera persona remite a momentos dolorosos que nunca se apartarán del infante. El problema no puede ser de “él”, “ella” o “ellos”; debe ser de “nosotros”. Un rejuego de pronombres que conducen a la pluralidad, al colectivo que se conforma desde el quehacer multisectorial.
El abuso sexual infantil le compete a la sociedad y aunque el dato no implanta récord, la vecindad debe adoptar posturas más transformadoras que vayan más allá del observador pasivo.
Este fenómeno también debe preocuparle al sistema de salud, por ejemplo, a médicos, enfermeros, sicólogos y terapeutas; a los órganos de justicia, a Educación, a los Comités de Defensa de la Revolución, a la Federación de Mujeres Cubanas, entre otros.
Alarmarse cuando todo pasó, atar cabos y dudar entonces de quién se atrevió a violentar a una niña, niño o adolescente no debe ser más la generalidad. Es hora de interiorizar que la agresión sexual figura entre las variantes de maltrato infantil y cuyas denuncias no siempre se realizan. Lleva implícito, además, el daño a la integridad de los menores de edad, al encontrarse en un estadío de formación de su personalidad, lo que pudiera desencadenar en consecuencias negativas en el futuro.
Científicamente, el abuso sexual infantil muestra una relación desigual de poder, que implica a un niño, niña o adolescente como víctima y a una persona adulta o contemporánea como agresora. Ultraja el derecho a decidir sobre su cuerpo y sexualidad; a que sea respetada la privacidad e intimidad y a vivir libre de violencias.
Cuando estos hechos acontecen y se describen abusos lascivos por familiares cercanos, escudriñar al interior deja entrever, por solo citar un ejemplo, el predominio de familias monoparentales femeninas.
Por otro lado, cuando se materializa el abuso puertas adentro, se identifican factores de riesgo en núcleos con baja o nula percepción del peligro, incongruencias en la comunicación, así como padres ausentes en la formación de sus hijos, a la postre del divorcio conyugal.
Una urgencia aflora a plenitud en la sociedad: hablar sobre estos temas, evaluar causas y consecuencias, denunciar los hechos y establecer medidas de prevención. Solo así será cada vez más pequeña la estadística y menos lamentable el desenlace tras una inocencia abusada.