Escudo y espada, también en el campo

Urge mirar al campo, no solo para debatir sobre agricultura y ganadería, sino también para entender cómo piensa su gente y qué cultura consume

Mucho se habla en estos tiempos, con toda razón, de la importancia de promover la cultura cubana como única vía para contrarrestar la influencia de productos, estrategias y guerras de símbolos que nos quieren imponer desde fuera. “La cultura es escudo y espada de la nación”, escuchamos una y otra vez y, dicho así, tiene bastante sentido.

Sin embargo, habría que preguntarse hasta qué punto el trabajo de las instituciones culturales del país resulta verdaderamente eficaz, no ya para organizar recitales y eventos de gran calidad y (a veces) limitada participación, enmarcados (casi siempre) en el corazón de las áreas urbanas, sino para lograr que las grandes masas queden en contacto con lo mejor del arte y la cultura, tanto nacional como universal.

Reflexionemos si este metafórico escudo protege de igual forma en La Habana que en Ciego de Ávila, o si la espada cuenta con el mismo filo en las inmediaciones del parque Martí avileño, en las calles de Canaleta o en la comunidad rural de Limones Palmero, en Majagua. Claro que no; y allí tenemos uno de los grandes problemas que nos toca resolver como sociedad: el acceso de la población a productos culturales de calidad, que promuevan el humanismo y, a la par, satisfagan las necesidades espirituales de la gente.

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Alguien pudiera objetar que sí se trabaja en este sentido. Y, por supuesto, resulta innegable la existencia de diversos espacios y estructuras destinados a promover el arte, la literatura, la cultura cubana y las tradiciones locales; proyectos que, aunque radican mayormente en zonas urbanas, también se presentan a cada rato en asentamientos rurales y comparten con su población.

No obstante, una cosa es contribuir a la transformación de los barrios y otra bien distinta es hacer actividades “en el campo” o en localidades con situación de vulnerabilidad. El trabajo comunitario, para que dé frutos y no quede solo en el acuerdo cumplido de un informe, implica volver en innumerables ocasiones al mismo lugar, identificar las necesidades de las personas y articular acciones que perduren en el tiempo, y no sean solo la anécdota de aquella tarde de miércoles cuando apareció de pronto una guagua con gente de Cultura.

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En el caso particular de las comunidades campesinas, lo más común es que no existan suficientes opciones culturales para sus habitantes, principalmente los jóvenes. Y si usted no puede acceder a obras de teatro, a las artes plásticas, a la trova, a recitales de poesía; si en su barrio no existe una pequeña biblioteca ni tampoco se venden libros para la población; si de niño usted careció de opciones recreativas variadas; no extraña que ahora, ya adulto, su consumo cultural tolere (y hasta privilegie) la banalidad, la telebasura y los contenidos en los que se reproducen patrones machistas y violentos.

Este panorama desolador, al menos en el campo, tiene momentos grotescos. Vaya a una “jornada de la cultura”, a una fiesta popular o al negocio del cuentapropista Fulano, y constatará que la cerveza, los chupachupas a sobreprecio, el reguetón y la superficialidad marcan las noches de una generación que, por fuerza, por costumbre o por falta de alternativas, abraza todo lo que venga “de afuera” o que al menos copie su dorado envoltorio. De la vida cultural urbana se puede decir algo similar, pero no es el objetivo del texto.

Otra arista del problema radica en el retroceso de las tradiciones campesinas frente a la cultura banal y superflua que mencionábamos. Reducidas al momento pintoresco de un acto municipal o provincial, o al estrecho marco de los eventos y los concursos, sin suficientes adeptos que garanticen su continuidad como expresión viva de la idiosincrasia popular, estas tienen por delante un futuro incierto.

Si la cultura, como defendía Fidel, es escudo y espada de la nación, bien vale pulir sus metales y librar de herrumbre cada centímetro que nos pertenece. Ya es hora de mirar al campo otra vez, no solo para debatir sobre agricultura y ganadería, sino también para entender cómo piensa su gente y qué tan efectivo resulta allí el trabajo de promoción cultural.

No olvidemos que los vacíos dejados por nosotros, producto de la incapacidad o la negligencia, serán llenados por lo más banal y soso de la cultura chatarra. Luego no tendrá sentido lamentarse.

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