Ante los desafíos de la construcción de un socialismo próspero y sostenible en un país como Cuba, puede potenciarse la economía social y solidaria para la consecución de ese fin como otra de las herramientas que rompan las lógicas de producción y consumo neoliberal imperantes en el mundo, además de las limitaciones que nos imponen las sanciones extraterritoriales del bloqueo.
Aunque bien lejos de conceptualizar, en lo fundamental esta forma trata de entender e implementar las relaciones económicas reivindicándolas como medio y no como fin. Se basa, por tanto, en una concepción que coloca al ser humano y a la comunidad como centros del desarrollo.
Según el criterio del profesor universitario cubano Rafael Betancourt, el socialismo cubano ha sido, históricamente, social y solidario, pues su razón de ser se centra en satisfacer las necesidades materiales de la sociedad y apoyar el proceso de transformación, y no tanto en generar utilidades para sus propietarios.
Por tanto, la promoción desde el Estado de políticas públicas a favor de emprendimientos e iniciativas de este tipo bien posibilitaría aportar más en la descentralización de funciones estatales y en los propósitos del desarrollo local.
La ampliación de los tipos de propiedad del sector no estatal (asociativo, cooperativo y privado), así como el reconocimiento legal de las micro, pequeñas y medianas empresas, temas refrendados en la Constitución de la República de Cuba y previstos en la conceptualización del modelo económico social, pueden y deben incidir en la mejora de la calidad de vida de la población bajo tales preceptos. Más allá de su potencial en la generación de empleos y la creación de determinados productos y servicios que contribuyen al crecimiento, los cuales no le son factibles de realizar a la empresa estatal desde la óptica de la eficiencia.
No obstante, sus verdaderas interrelaciones van más allá del tipo de propiedad en cuestión, al enfocarse en la responsabilidad social, de sostenibilidad ambiental, repartición equitativa de ganancias, el reforzamiento de relaciones basadas en la horizontalidad y la cooperación, entre otras. Asimismo, es importante el impacto en la comunidad de las diferentes actividades económicas, entendiéndolas más allá de las lógicas de reproducción del capital.
Pero tampoco la economía solidaria constituye un acto filantrópico, en el sentido clásico del término. Aunque sí representa una ayuda a sectores vulnerables, la cuestión está en que la creación de beneficios genera más actividad económica local, empleo y participación de la comunidad en esos procesos.
En Cuba, sobre todo, a partir de la aparición de la COVID-19 hemos visto varios ejemplos, lo mismo restaurantes y pequeños negocios, que entregan comida elaborada a adultos mayores y otras personas vulnerables; campesinos llevando gratuitamente sus producciones a centros de aislamiento; artesanos en la confección de nasobucos; hasta la integración de cuentapropistas con instituciones de Salud en la reparación y creación de dispositivos a partir de la tecnología de impresión 3D.
Múltiples son las experiencias de economía social y solidaria en otras regiones del mundo, en donde han avanzado más desde la legislación y su fomento, en el caso de Cuba su realidad resulta favorable al desarrollo de cooperativas y otras maneras de asumir los procesos productivos y de servicios desde la cooperación entre diversos actores.
La innovación, el desarrollo de la economía circular, la autogestión, la inclusividad, son solo algunos de sus beneficios que precisan promoverlos más allá de lo espontáneo de su ocurrencia, y que, sin dudas, aportan al alcance de las metas de eficiencia que necesitamos.