(Des)conexiones

Caricatura Más de 40 zonas Wifi en Ciego de Ávila, más de 200 000 líneas móviles activas; estadísticas que hablan de una súper elevación de la conectividad a Internet (entendiendo que estábamos en un punto demasiado bajo) y de un mayor acceso a los servicios de la telefonía celular, mientras que el saldo lo permita.

A pesar de que todo apunta a estar más en sintonía con el exterior, a veces, pareciéramos andar un tanto desconectados de la cotidianidad que está fuera de una pestaña del buscador o una foto de Facebook. Sin demonizar a la tecnología, ciertamente necesaria y útil, sucede que estamos tan metidos en esas horas o minutos de navegación que se nos puede caer el mundo encima y no lo notamos.

Se puede pensar que es cosa de los jóvenes, a quienes se tilda de enajenados (en ocasiones, de manera desmedida), pero va más allá e incluye a generaciones diversas. El uso y abuso de la tecnología pasa por una elección individual, aunque tiene, también, consecuencias en las relaciones sociales.

No me refiero solamente a este nuevo escenario en el que esos vínculos dentro de la vida en sociedad deben reconfigurarse, pues incorpora otras mediaciones para el intercambio entre la especie humana. La cuestión va más bien a buscar una medida justa para no sentirnos del todo absorbidos.

Una anécdota relacionada con el tema. Hace unos meses, en los bajos del edificio de 12 plantas, un señor, desconocido para mí y, evidentemente, para muchos de los que estaban cerca, de repente, empezó a convulsionar y estaba en el piso en un estado de inconsciencia. En ese entorno, solo unas tres o cuatro personas nos acercamos para intentar ayudar y dos usaron sus móviles para localizar al servicio de ambulancias.

Lo que me llamó la atención y, al mismo tiempo, me pareció paradójico fue que, ciertamente, este tipo de situaciones requiere de esas vías de comunicación que han aparecido para salvarnos la vida y, a la vez, nos han vuelto un tanto inmunes a lo que sucede a nuestro alrededor. No recuerdo la cifra exacta de los que estaban allí chateando, haciendo una videollamada o cualquier otra cosa relacionada con la conexión por wifi; lo que sí recuerdo es que ninguno, ¡ninguno!, acudió a interesarse por lo que le estaba pasando a aquel señor, con ayuda o preocupación real, no mero chisme, que eso hubiera sido tan estéril como quedarse sentados.

Entiendo que los precios para comunicarnos con la familia o hacer lo que nos plazca son altos en comparación con la capacidad adquisitiva de muchos, y, por tanto, “el tiempo es oro”; pero eso no es justificación para descuidar lo que supuestamente nos ha hecho tan diferentes, tendiendo la mano al otro, incluso, sin saber su nombre.

Repito para que no se pierda la idea de mi tesis: la tecnología en sí no es el problema, sino el uso que hacemos de ella y la prioridad que le demos en el día a día.

Se ha vuelto común la imagen de los que en la vía dejan un grito o un pitazo para alertar a quienes vienen con el cuello estirado mirando el teléfono o hablando por él. Esto no es juego, como tampoco que los choferes atiendan llamadas mientras manejen, lo que puede ser motivo de accidentes.

Pareciera que, distanciados del anhelo compartido de tener un acceso a Internet sin menos descalabros, no habría que preocuparse por los asomos de la enajenación tecnológica. El asunto es que si se deja de las manos la reflexión, tal vez, luego estemos, supuestamente, en línea con el mundo y, al mismo tiempo, las desconexiones con el diarismo vayan tomando rumbos peligrosos.