Raúl Martínez Es 1892. Martí se encuentra de paso por Tampa, una de las comunidades estadounidenses con mayor número de emigrados cubanos. Allí, en medio de la labor de convencimiento y los preparativos para la guerra, el líder independentista vive errante, con más libros que ropa en sus maletas.
Debido a la insistencia de dos jóvenes cubanos que se dicen simpatizantes de la causa mambisa, Martí los acoge como ayudantes personales. Son días de mucho ajetreo. El Apóstol pronuncia discursos, se reúne con numerosos patriotas e intenta sumar a la lucha por la libertad de Cuba un mayor número de personas.
Entre el cansancio, la falta de sueño y las escasas comidas, el líder cubano recupera fuerzas con un vino energético. Y es esta la oportunidad que encuentran las autoridades españolas para eliminarlo definitivamente.
Cuando Martí se lleva a los labios el vino servido por sus ayudantes, percibe un sabor extraño, y siente que la bebida le quema la garganta. No tarda en escupir el resto del líquido y, poco después, su médico, el doctor Miguel Barbarrosa, confirma las sospechas: han intentado envenenarlo con ácido.
A pesar del lavado de estómago, y de los cuidados de sus seguidores, el breve sorbo de veneno daña la maltrecha salud de Martí. La traición de sus ayudantes por poco le cuesta la vida. Y es aquí donde quedan patentes su grandeza humana y su capacidad para unir a un pueblo disperso y heterogéneo.
Días después, los envenenadores regresaron a verlo, arrepentidos, y el Maestro se encerró con ellos en su lecho de convaleciente, durante dos horas. Nadie conoce realmente qué conversaron en ese tiempo, solo que Martí los perdonó, y que salieron de aquella habitación con los ojos enrojecidos. Más tarde, uno de ellos se unió al Ejército Libertador, donde alcanzó el grado de comandante.
Abundan entre los historiadores relatos como este, que calibran en toda su magnitud la capacidad de liderazgo de Martí, la importancia que le concedió a unir al pueblo cubano en torno a las ideas de libertad y justicia, y su constante rechazo a albergar en su pecho el odio, la derrota y el oportunismo político.
Por eso, a nadie extraña que, tras su muerte, las nuevas generaciones de patriotas asumieran su pensamiento y su obra como uno de los mayores legados del siglo XX cubano, y lo utilizaran como brújula y camino para completar la independencia de la patria.
Así nacieron los martianos, los seguidores del Maestro, los hombres y mujeres que desde entonces han luchado por una Cuba mejor. Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, Raúl Roa, José Lezama Lima, Cintio Vitier, Fina García-Marruz, Celia Sánchez, Fidel Castro, Armando Hart, Eusebio Leal, Abel Prieto…
La lista de nombres puede volverse interminable. Sobre todo, porque la herencia radical de José Martí forma parte ya del ADN de los cubanos, y en cada minúsculo pedazo de país encontraremos a alguien que asuma como suyas las doctrinas martianas.
Pero, ¡qué difícil ser consecuente con el Apóstol y con sus valores, qué difícil llevarlo como bandera día a día, mientras en la calle florecen las lógicas del individualismo y la polarización social! ¡Qué duro saberse martiano cuando en la Isla resurgen fenómenos que nos apartan progresivamente de esa república levantada en nombre de la dignidad plena de las personas!
En tal panorama, cuando se conjugan la crisis económica, la guerra cultural y el desgaste de los mecanismos de participación popular, cuando más lejos nos parece ver a Martí, con mayor fuerza debemos aferrarnos a su ejemplo personal, a su capacidad de resistencia y a su toma de partido por aquellos a quienes llamó los pobres de la tierra.
Los jóvenes cubanos de hoy, la Generación del Centenario de Fidel, tenemos todavía una inmensa deuda con el estudio y la asimilación del pensamiento martiano. Y no es “muela”. Si queremos salvar a Fidel, si de verdad pretendemos que sus ideas no desaparezcan a la altura de unos pocos años, debemos empezar por Martí.
No se puede ser martiano ―ni fidelista― solo en fechas especiales, o cuando se tiene un micrófono delante. Tampoco llevar en los labios la Revolución, si en los actos cotidianos se practica el egoísmo y la mentira. Asumirnos como seguidores de José Martí tiene que ser, fundamentalmente, un compromiso con la verdad y la justicia social.
Hay que saber vivir ―y también morir― de cara al sol todos los días.