Cosechamos lo sembrado

Ahora, cuando se habla mucho sobre descolonización cultural, y, afortunadamente, el asunto comienza a ganar espacio en el debate público, conviene reflexionar acerca de cuánto hacemos —o no— por lograr en los hechos esa cultura auténtica, robusta y profundamente cubana que tanto defendemos en la teoría.

Octubre trae de vuelta estas discusiones. Es inevitable. Por un lado, acoge las celebraciones del Día de la Cultura Cubana. Por otro, anuncia la llegada de Halloween, una fiesta del mundo anglosajón que, gracias al cine comercial norteamericano, desembarcó irreversiblemente en nuestra cotidianeidad.

Si tenemos en cuenta el saldo negativo de los últimos años, tanta insistencia en el concepto de descolonización cultural está más que justificada: fiestas de disfraces donde jóvenes se visten como militares nazis o miembros del Ku Klux Klan, consumo generalizado de productos audiovisuales de pésima factura y peor mensaje, expectativas de vida basadas en el individualismo y el dinero como única fuente de éxito…

Sin embargo, en no pocas ocasiones el asunto queda en la consigna y la pose, y no se concreta en pasos de avance reales y medibles. Peor aún, muchos confunden la descolonización cultural con la pureza de la cultura, lo cual es un sinsentido. Sabemos de sobra que la nuestra resulta un ajiaco de diversos sabores.

La cultura no es una suma rígida e inmóvil de ideas y manifestaciones, sino un cúmulo de experiencias colectivas, que se transforman continuamente, de generación en generación, y absorbe, también, matices y aportes foráneos.

No hay nada de malo en que aprovechemos elementos surgidos de otras latitudes. De hecho, la propia idea de la pureza cultural, además de absurda, tiene un enorme sesgo reaccionario y conservador. En Cuba todo es mestizo.

Las décimas, el béisbol, el ballet, el idioma, la santería, incluso la propia organización del Estado, no existirían sin la asimilación de lo extranjero: una asimilación crítica, obviamente. Ya Martí lo planteaba en el siglo XIX: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser nuestras repúblicas”.

El verdadero conflicto no radica en que nos apropiemos de lo mejor de otras naciones, incluida la estadounidense, sino en asumir como válida y superior a la nuestra, la cultura chatarra que abunda, fundamentalmente, en los circuitos ideológicos de Occidente. Ahí sí toca encender las alarmas, e insistir una y otra vez en la necesidad de un proyecto descolonizador y universal.

No obstante, nuestra crisis, en este sentido, va mucho más allá de la simple penetración cultural y de la guerra de símbolos impulsada desde Estados Unidos contra la Revolución cubana.

La cuestión, en todo caso, reside en los vacíos culturales de nuestra sociedad, en la indolencia y las chapuzas en la implementación de algunas políticas, y en el avance de una colonización cultural que ocupa los espacios que nosotros no hemos sabido mantener.

Cada octubre se escriben ríos de tinta y bytes acerca de Halloween y de por qué está mal —¿realmente lo está?—, su celebración en Cuba, pero luego llega noviembre y ya muchos olvidan el tema hasta el próximo año, porque Halloween no es la causa, sino un síntoma de todo esto.

Analicemos cuántas tradiciones cubanas, cuánto de nuestra historia local y de nuestro arte se pierden cada año.

Démonos una vuelta por algunos barrios de Ciego de Ávila —o de cualquier otro municipio— y veamos qué oferta cultural está al alcance de sus pobladores. ¿Las instituciones del territorio garantizan el acceso frecuente a lo mejor de la cultura cubana, o su trabajo se reduce a “intervenciones comunitarias”, hechas de vez en cuando?

¿Qué tipo de productos son más comunes en estos lugares, los de alta calidad artística o aquellos que promueven valores antisociales y muestran una mala factura? ¿Y por qué lo banal supera a lo profundo? ¿Será porque la gente tiene muy mal gusto, o porque no les han dado la oportunidad de nutrirse espiritualmente de un relato distinto?

Visitemos el campo, pensemos en las personas que allí viven, en esa existencia llena de matices y contradicciones que superan la caricatura grotesca y clasista de la actual telenovela cubana.

En muchas de estas comunidades rurales las tradiciones campesinas están muriendo desde hace décadas; y ni hablar de acceso a cine, teatro, literatura, artes plásticas, eventos de pensamiento: allí las experiencias de este tipo nunca pasan de lo anecdótico.

El campo casi siempre termina relegado frente a una Cuba urbana, en ocasiones incapaz de entender otras realidades sociales como la campesina.

Ante este panorama, no sorprende que hablemos una y otra vez sobre el tema, y persistan las mismas deficiencias y disfuncionalidades en el sector cultural. Tampoco que unos cuantos reguetoneros e influencers movilicen a más pueblo que Silvio Rodríguez, Viengsay Valdés o Nancy Morejón.

Todo esto es perfectamente lógico: hoy cosechamos lo sembrado.