Accidentes y cicatrices

 niñaJosé Alemán MesaEntornos seguros constituyen una garantía para el desarrollo de los niñosEn el momento en que sintió el estruendo debieron venirle mil ideas a la cabeza, pero solo una hizo que se le erizaran los pelos. Entonces gritó el nombre de su niño tan fuerte como pudo y la respuesta fue un alarido de dolor, que todavía no ha logrado olvidar del todo.

Es que Michel siempre fue inquieto —si es que no lo son todos los niños—, tanto que ponía la casa patas arriba y escudriñaba cualquier rincón en un santiamén, incluso con “cuatro ojos” encima de él. Por eso el televisor era el ambiente seguro que dos o tres horas al día parecía “anestesiarlo”, y el instante en que mamá y papá se permitían un descanso o una llamada telefónica.

Aquella mañana no pasaron ni cinco minutos de la conversación, cuando la curiosidad de sus tres años lo llevó a escalar a hurtadillas la escalera trasera y de ahí vino el desplome que lo mantuvo enyesado por un mes y mucho más tiempo en sesiones de fisioterapia.

Aunque dicho así parece una historia que puede pasarle a cualquiera, nadie piensa que la sufrirá en carne propia y el asunto en Cuba parece distante y menos importante al compararlo, quizás, con la prevalencia de enfermedades respiratorias y oncológicas. Sin embargo, el Anuario Estadístico de Salud 2020 registra a los accidentes como la primera causa de muerte en el grupo etario comprendido de uno a cuatro años, y con énfasis similar se repite en el rango de cinco a 14.

Esto significa que mueren más niños por una caída o producto de los ahogamientos por inmersión en playas y piscinas que por tumores malignos o enfermedades del corazón, lo cual, dicho rápido y preciso, parecería una locura en un país donde la protección a los niños y la infancia es una prioridad para el Estado y el Gobierno.

Ya en el año 2016 el diario Granma, en voz de la especialista Milagros Santacruz Domínguez coordinadora del Programa de Prevención de Accidentes en menores de 20 años, hacía públicas cifras preocupantes que ilustraban que “cada 23 días fallece por esta causa un niño menor de un año, cada 13 uno en edad preescolar, cada seis uno en edad escolar y un adolescente cada cuatro días. En resumen, un menor de 20 años cada dos días.”

Si quisiéramos cálculos más exactos habría que analizar las cifras en su justa medida porque las 32 muertes registradas en 2019 en el país, debido a las lesiones no intencionales en niños de entre uno y cuatro años, es una cantidad ínfima frente a los 473 544 pequeños en estas edades, pero aquí de lo que se trata es de preservar la vida y, mucho más, cuando esta depende de riesgos evitables.

También desde las ciencias médicas el tratamiento del fenómeno ha evolucionado y la palabra accidente ha quedado en desuso ante la disyuntiva de llevar implícito el concepto de imprevisible o de ocurrir al azar, cuando en realidad cualquier golpe o magulladura pudiera evitarse si se siguen conductas apropiadas.

Bajo estos términos la Organización Mundial de la Salud ha preferido el empleo del término lesión no intencional, con el cual se elimina la carga semántica añadida de inevitable. Aunque esto no implica que el descuido sea negligencia expresa, pues está claro que ninguna familia quiere vivir ese dolor, y que el sentimiento de culpa perdurará, probablemente, mucho más que otras secuelas.

Lo que sí es cierto es que donde empieza la confianza termina la precaución y en el momento que dejamos a su alcance un frasco de pastillas, un cuchillo, un recipiente caliente, protegemos mal un agujero o los perdemos de vista le dejamos posibilidades a la suerte. Lo de Michel fue una fractura de brazo y clavícula, pero no todas las historias dejan cicatrices “superficiales” y algunas ni siquiera debieran ser contadas.