Editorial: Un libro abierto

Un día después de que la literatura cerrara la tapa de su Feria, como si ella misma hubiese sido un libro abierto que muchos hojearon al pasar, podía adquirirse Herejes, de Leonardo Padura; Vampiros en La Habana, de Juan Padrón; o La noche, de Excilia Saldaña.

El gato ebrio, ese grupo de WhatsApp de una librería avileña, seguía así su rutina promocional y los lectores más exquisitos podían deleitarse con títulos que no desembarcaron a última hora en ninguna editorial. Yacían impresos en algún lugar y quizás olían más a polilla que a imprenta.

Pero, un día antes de que la literatura cerrara la tapa de su Feria, 30 artículos de Alejo Carpentier se vendían por 1.00 peso y La luz sobre el espejo, de Eusebio Leal, “apenas” llegaba a 3.00. Y mientras hojeaban esos libros abiertos, al pasar, más de uno lo hacía convencido del error de puntuación que ellos corregirían pagando, acaso 10.00 o 30.00 pesos. O quizás 100.00 o 300.00, porque semejantes autores y obras —pensaron— no podían costar lo mismo, o un poquito más, que el pan nuestro de cada día.

No dieron crédito hasta que pagaron lo poco por lo mucho y se fueron creyendo que la Feria del Libro era, justamente, un libro abierto donde uno podía ad-mirarla como obra cultural y leer las entrelíneas de un espacio con ínfulas de evento gastronómico y excelente arte de “bajo costo”.

Por suerte para el alma (no tanto para el estómago), un pan con jamón sigue siendo más caro que uno de los libros más vendidos en esta feria cubana: La retataranieta del vikingo, de Rubén Rodríguez; el escritor que antes mereciera el Premio Alejo Carpentier, uno de los premios más importantes que otorga el Instituto Cubano del Libro.

Hace un año ya, Invasor desandaba el “medio camino entre la responsabilidad institucional y las expectativas de los escritores” (y de los lectores, agregaríamos). Una parada inevitable si se quiere entender por qué más de 50 títulos se enternecieron en almacenes y salieron ahora a precios ínfimos, o por qué, en esta XXXI edición, tuvimos un espacio dedicado a promover y presentar productos editoriales en formato digital, donde podían descargarse más de 20 nuevos títulos de Ediciones Ávila, entre ellos, tres audiolibros; al tiempo que otras editoriales se valían de la misma “técnica comercial”.

La dicotomía entre arte y mercado volvía a situarnos a las márgenes de un conflicto enjundioso, a ratos sin resolver. Podríamos pensar en Juan Rulfo regalando el Pedro Páramo que nadie quería comprar y terminaría siendo una de las obras cumbres de la literatura hispana. O en Leonardo Padura, más leído afuera que publicado dentro; una frontera no siempre comprensible para sus lectores de allá o de acá.

Sin embargo, amén de las decisiones sobre qué imprimir o no, de la diversidad estética y semiótica de los escritores, y de las preferencias de los lectores, la crisis de la imprenta cubana pudo leerse en esta nueva edición. La literatura infantil, por ejemplo, no hizo gala de libros de colorear que, por años, han aglomerado a los padres de los pequeños, aunque siempre tendríamos qué preguntarnos cuánto de lo que se lleva a casa se aprehende y cómo aprovechar, entonces, las nuevas tecnologías para guardar en un tablet las metáforas de El Principito.

La opción digital no tendría que estar contrapuesta a la ausencia de papel. Ambos formatos coexisten y libros, al fin, quedan expuestos a la mirada lasciva de quien coquetea con ellos y solo luego decide hacerlos suyos. De modo que, aun después de cerrada la feria, alguien podría tenerla abierta ahora mismo, en una de sus páginas.