Editorial: El arcón que precisamos

Si la historia es el profeta que vislumbra y anuncia el futuro, si es capaz de pronunciar alertas y encender la esperanza cuando otea el horizonte, es porque sabe guardar las memorias a buen recaudo.

Las protege en los arcones que solo mujeres y hombres con suficiente lucidez y constancia pueden tributarle. Y allí, en espacios donde habitan el celo y la sensibilidad, otros humanos reencuentran causas y consecuencias de lo que fue, o de lo que pudo ser.

Cuentan que, desde tiempos inmemoriales, no faltaron voluntades capaces de conservar objetos de barro, madera y metal, y luego, anuncios, legajos, periódicos y libros, mapas, planos… La relación se torna interminable cuando hasta la minúscula huella del paso por el reino de este mundo es necesaria para desentrañar enigmas y encarar lo que viene.

¿Cómo puede concebirse el futuro sin las lecciones del pasado? ¿Y la cura para las heridas de hoy, si no se aprende de los remedios de antaño? Así lo entienden los que en callada faena intentan esparcir cada página de la historia local; los que renuevan votos y aspiraciones para que la red de museos de Ciego de Ávila recupere su lozanía.

Porque el pasado no puede revelar sus claves si el arcón se deteriora, si lo invade la pertinaz gotera, o la ola de calor se empeña en pulverizar la página, ya amarilla, que viera la luz años atrás.

La historia, sagrada para el que se estremece con cada gota de sus antepasados, podrá abrirse paso solo en la medida que seamos capaces de acurrucarla y expandirla, cual legado vivo, latente en cuanto éxito o fracaso anime o enturbie el tránsito por los días y noches de la existencia.

Sostiene la historia el paso del caminante que jamás termina de recorrer el trecho que lo separa del infinito, pero de la salud del arcón —acogedor, cálido, responsable—, depende que los anales del tiempo que fue no se despeñen por el barranco del olvido.