Editorial: Compases y equilibrios

Si la danza en Ciego de Ávila fuera un cuerpo que bailara su propio ritmo, podría ser ella la contradanza silenciosa donde los bailarines mezclan compases y coreografías, e intentan sincronizar un espectáculo al que no le faltan tropiezos, caídas y disonancias. Y difícilmente el espectador podría entender cuánto (no) hubo detrás de bambalinas y cuánto quedará después de los aplausos.

Recluido al show, el público solo sabrá del movimiento que presencia y desconocerá si tal técnica fue inculcada en la academia avileña o hija del empirismo con que, muchas veces, se forma un bailarín. Juzgará superficial e inconscientemente el trabajo en escena, porque no sabrá que son pocas las sillas en la escuela de arte, que quienes luego crecen y parten a otras provincias a aumentar su nivel, pocas veces vuelven a casa para demostrarlo. O que, si regresan, muestran su arte al norte de la Isla donde otros espectadores podrían pensar que en los cayos de la geografía avileña se baila al ritmo de compañías avileñas, y no al compás del talento cubano que llega allí desde casi cualquier parte.

Comienza entonces una triste espiral en la que la danza gira en torno a su vacío y no consigue enrolarse en un movimiento que dote a los bailarines de formación constante, pases de nivel, evaluaciones, giras por otros circuitos no tan cerrados o abiertos, más que a exclusivas ofertas turísticas. A ese ritmo y con escasa subvención de esta otra parte del territorio para cultivar la idiosincrasia a través de nuestros bailes, resultan preocupantes los pasos de la danza aquí.

Porque no basta con el arraigo de ciertas compañías que, a fuerza de años, se han erigido directores artísticos de un movimiento que, a ratos, parece moribundo y luego da un salto y renace con la fuerza de las pasiones. Compañías que, aun cuando tienen que ser comercializadas, depuran en escena la magia de sus cuerpos. Artistas que danzan por amor al arte, en primer lugar, pero que no debieran cultivarse en un entorno desfavorable mediado de dilaciones en los pagos, burocracia y condiciones mínimas para poder seguir bailando. Sujetos de un trabajo desgastante que requiere de muchísima energía y no siempre el placer de los aplausos puede retribuir.

Cientos de bailarines que apuestan por la fusión, lo contemporáneo, lo folclórico de nuestros campesinos, descendientes haitianos o jamaicanos. Danzas que bailan a contratiempo y se niegan a lo impávido de un patrimonio que siguen amansando como si en cada ensayo se perpetuara la tradición. Como si no palidecieran ante la falta de presentaciones en las que su arte crece al ser apreciado por mayorías.

Ni las salas semivacías con esporádicas programaciones ni el consumo foráneo alojado en la cayería pueden ser los únicos escenarios del “cuerpo de baile avileño”. Cuerpo, al fin, corre el riesgo de que, siendo mutilada una de sus partes, el resto pierda el equilibrio que la mantiene sobre sus pasos, aun cuando no sepamos con certeza hacia dónde van.