Y para adultos

Aquella madre salió feliz de la sala del teatro. La puesta le pareció preciosa, narró que los niños disfrutaron hasta el delirio, que, por momentos, no se escuchaba ni el zumbido de una mosca y, al instante, estallaban en risas, asombros y aplausos. Terminó diciendo que ellos también, que esta era una obra que podía ser exquisita para los padres, para cualquier adulto.

Y pensé: ¿Existirá alguien mejor que un adulto para aprender y disfrutar con las obras dedicadas a los niños?

Aprenden los pequeños de las lecturas escritas para ellos, de las puestas en escena, de títeres, narradores orales, payasos y hasta del ilusionismo de un mago; disfrutan y retienen siempre en su mente y en el corazón lo que no deben dejar ir, lo atrapan.

¿Y los adultos? Alejados ya un poco de la inocencia de la primera edad, inmersos en la vorágine trepidante de los días, enfocados en lo que es ideal para los hijos, dejamos atrás, precisamente, muchas de las sutilezas y bellezas con las que más se aprenden, con las que crecemos desde adentro, esas que es un crimen dejar escapar, pero que, muchas veces, no somos ni conscientes de cuándo se nos van.

Con quién aprendimos los adultos que pensamos en cifras, sino con El Principito, cuándo miramos por primera vez a una zorra con ojos cariñosos, si este animal es tan vilipendiado en toda obra infantil; con quién aprendimos, si no con ella, cómo hacer amigos, cómo es el rito de crear lazos, ataduras. ¿Fue en las primeras lecturas de la infancia o cuando volvimos al pequeño príncipe, ya adultos?

La Edad de Oro, amantísima revista para los niños de América, deja mucho que enseñarnos en nuestros primeros acercamientos. Nadie como un adulto para enseñar a sus niños a ser dadivosos como Pilar y Bebé, a llevarlos por cada pabellón de la Exposición de París y explicarles la variación química que ocurre en la historia de la cuchara y el tenedor. ¿Cuándo supimos que no es fortuito el hecho de que Meñique sea del tamaño de ese dedito, que el ingenio y sabiduría de los débiles puede salvarlos de la prepotencia de los poderosos?, ¿cuándo éramos niños o después de retomar la obra ya adultos? Cómo guiar en ella a nuestros pequeños si nos quedamos con aquellas lecturas ingenuas de la infancia. Cómo elevarla a la verdadera condición de obra imprescindible si pensamos que no tenemos nada que encontrar en ella más que aprendernos Los zapaticos de rosa que recitamos en la escuela o desfilar vestida de Piedad con la amada muñeca negra.

Aquella mujer abandonó el teatro entusiasmada, pensando que el delirio y el entusiasmo de la obra envolvieron solo a los niños y que, además, podía ser buena, también, para los adultos. Ella, seguramente, ya descubrió muy adentro todo lo que le trajo de vuelta aquella pieza, y volvió a sentir la belleza, el regocijo, todo lo sublime que habita en las almas y que, equivocadamente, pensamos que es algo reservado para la infancia.