Un día antes

Aquellas guayabas pudieron haber estado deliciosas, pura miel ligada con una pequeña acidez que las hace magníficas al gusto. Conozco la mata de donde fueron recogidas, los gajos donde cuelgan cada año y de donde las he alcanzado con la mano.

Grandes y coloradas, que son las más ricas, dice la gente que las prefiere a las blancas. En la jaba de nailon, frías todavía, estaban, sacadas hacía muy poco de la gaveta del refrigerador de mi amiga.

Eran un regalo, "para que hagan algún jugo o batido", aunque nosotros en la casa preferimos comer la fruta pura, a mordidas.

Ya en mi mano vi que los días y el frío habían hecho lo suyo sobre las preciosas frutas: duras, la cáscara arrugada, y negras en algunas partes. Mi amiga, avergonzada, se deshizo en explicaciones, hacía días que estaban allí, para hacer una mermelada, después decidió regalarlas. Solo que no se percató que había demorado mucho.

Ante su turbación me eché a reír y le dije: — Cuando vayas a regalarme algo, que sea un día antes.
No podía engañarla, decirle que el gesto es lo que vale, porque no es así. El batido o el jugo no podíamos hacerlo con su buena intención, si las guayabas no servían. No podía darle las gracias por un regalo que nunca fue tal, porque no fue pensado con cariño y a tiempo, como debe ser.

Y no son solo las guayabas que nunca mordimos, o el jugo que no nos pudo refrescar, lo más profundo en todo esto; ni la intención fracasada de mi amiga en su deseo de ofrecer algo, tampoco mi frase aleccionadora.

Algo más raigal lo ronda. Es el miedo a quedarnos con menos, el gusto por retener las cosas que tenemos, aunque sepamos que no podremos comerlas todas juntas, que tienen vida limitada y que una vez que se pudran no servirán para alguien más.

Así sucede muchas veces con una comida que no ofrecemos y va a parar al salcocho, con medicamentos que, aunque no se usen, se guardan con celo, porque hay escasez de ellos. Con ropa que ya no son de nuestra talla y tenemos a alguien en mente para dársela, pero el tiempo pasa y sigue ahí, haciendo bulto, siendo retenida por el subconsciente; hasta que deja de ser también de la talla del otro que pensamos beneficiar.

Y no sucede solo en nuestras casas, por ahí vemos los estantes de mercados y placitas con productos que quizás no lleguen a mañana en buen estado; con su mismo precio, por las nubes, y al otro día cuando la orden es dada y se bajan los precios, si no los compran para alimentar a los animales, van a parar a la basura.

Esto sucede más de lo que pensamos y merecemos; mucho más de lo que queremos. El miedo a no tener después, nos paraliza, no nos permite ver cuándo algo en pocos días no servirá para nosotros ni para nadie.

El gusto por acumular nos guía por el camino equivocado, ese que no debemos tomar nunca, porque difícilmente tendrá vuelta hacia atrás. Porque siempre aparecerá la justificación oportuna, por la escasez, las grandes colas, la vorágine trepidante que nos envuelve, el difícil día a día, las malas noticias que llegan de todas partes.

Aquellas guayabas pudieron haber sido miel en nuestras bocas. Deliciosas como son desde la mata. Pudo mi amiga ofrecer un magnífico regalo; y yo anotar un gesto más en este conteo diario que llevo de los gestos preciosos de desprendimiento que persigo. Pudo haber sido todo eso y más; solo si hubiera sido un día antes.