Cuentan que un antropólogo europeo intentó probar un juego con unos niños de una tribu africana. Para ello colocó una canasta llena de frutas deliciosas junto al tronco de un árbol, y les dijo: “El primer niño que llegue al árbol y toque la canasta, se ganará todas las frutas”.
Cuando el antropólogo les dio la señal de inicio, y pensó que iban a correr para llegar primero y ganarse las frutas, se sorprendió de que aquellos niños tan pequeños comenzaran a caminar todos juntos, tomados de las manos, hasta que llegaron al árbol. Al mismo tiempo tocaron la canasta, y compartieron todo su contenido.
Sin salir del asombro, les preguntó por qué lo hacían, si cada uno de ellos podría haber conseguido la canasta de frutas para ellos y para repartirla con sus familias. Los niños respondieron, todos juntos y a una sola voz, con una palabra: ¡Ubuntu!
Ya muy intrigado, el antropólogo indagó, entre los adultos de la tribu, por la palabra y lo que le pareció el extraño suceso. Pues resulta que “ubuntu”, en el lenguaje de su civilización, significa “yo soy porque todos somos”. Es decir, según la educación que recibieron de sus padres y abuelos, todos crecen instaurando esta interrogante en su alma: ¿Cómo puede solo uno de nosotros ser feliz, mientras todos los demás son miserables?
Esta historia hermosa nos hace entender el verdadero sentido de lo que es la cooperación, la solidaridad y acompañamiento entre los seres humanos, desde su llegada y comprensión del mundo.
Sin recibir instrucción académica, son dueños de esos valores y sentimientos tantas veces olvidados en las sociedades que se consideran a sí mismas civilizadas, y que incluso desdeñan estos conocimientos ancestrales por creer fielmente que los trascienden.
Y es que, por encima de todo, nada habla más claro del desarrollo en la mente y el corazón de los seres humanos que aquello que los eleva por encima de sus propios deseos y sus íntimas aspiraciones, y sitúa sus anhelos siempre al servicio de los demás.
Muchas veces, en nuestras sociedades, se cría a los hijos sin insistir en ese don grandioso que es el compartir, el mirar al lado para ver quién tiene menos o le falta todo, para así poder entregar parte de lo que tenemos y que nadie cerca de nosotros se sienta miserable.
Sociedades más ricas, dueñas de casi todas las riquezas del mundo, no miran suficiente para otras zonas desfavorecidas de la Tierra, porque así es el esquema del egoísmo más crudo, el que propicia que el desarrollo sea tan desigual y que las brechas nunca se acorten.
Parece de ensueño el anhelo de que cada ser diseñe en sus sentimientos un esquema en el que cada día cuente, para su felicidad propia, la felicidad que pueda provocar en los demás, tan solo por el hecho de permanecer atento a si se puede hacer a alguien feliz, porque solo así lo será el resto.
Mientras, y quizás por el egoísmo más antiguo, en el mundo occidental tan civilizado, en tantas regiones del planeta donde las riquezas son inmensas, y son dueños de conocimientos amasados por siglos de investigaciones y descubrimientos, desconocen de manera risible el significado de una palabra que a diario resuena en una pequeña tribu africana y que entraña su verdadera riqueza: Ubuntu.