Tres Juanes

Cuando llegamos con mi madre a aquella enfermería, que fue como su casa, el miedo nos mataba. La mirada clara y sonriente del enfermero escudriñó nuestros ojos llorosos y con una gracia única y despampanante nos dijo: ¡¿y a qué tanto llanto!?

Me llamo Juan, le escuchamos decir, y el rostro de mi madre se iluminó. Todos sonreímos, porque es ya larga la historia de apegos con ese nombre y para mami es premonitorio.

Comenzó la dolorosa cura y aquel enfermero se me antojaba un ser único, nadie en el mundo más valioso ahora, ninguna palabra de consuelo hubiera sonado como su calmada voz, ningún “tranquila, mi viejita” hubiera sido tan salvador. “Falta poco, no es nada”, fueron apenas algunas de las primeras frases, donde iba parte del aliento que sabía bien que necesitaríamos por mucho tiempo más.

Mi madre, todavía jadeante, quiso contarle lo que viene contando hace meses. Antes de llegar a Juan Manuel, a la sala de Angiología, ya otros dos Juanes (Juan Carlos y Juan Miguel) eran sus ángeles; necesarios para ella, no solo cuando llegaba a ser curada o evaluada, necesitaba que la tuviéramos al tanto de cómo estaban ellos, había que escribirles y llamarlos, saber de sus vidas.

Siempre negados a recibir ni un mínimo presente porque ese es su trabajo y lo hacen con el amor de los elegidos; entonces mi madre se hace la brava y dice que a ella no le gusta mucho que le digan que no ni le roben las bendiciones que recibe por mostrar gratitud. Supo entonces Juan Manuel, que su primer nombre es el mismo que el del amor de la vida de ella, también el de un hijo y de uno de sus nietos; que desde que el joven médico Juan Carlos la vio por primera vez, y después Juan Miguel le dijo que esto podía llevar tiempo, pero que estaba con nosotros; ella sintió que un día estaría bien, aunque los meses parecen eternos, pero qué no se puede si los Juanes la acompañan.

Y aquel enfermero la escuchaba, y ni sus muchas décadas de luchar contra estas duras pruebas evitaron que se conmoviera, porque sabe lo valiosa que es la mirada que alivia, la dulce voz que calma, el chiste que le salía de pronto cuando nos decía “ustedes son una camada de llorones”, entonces éramos unos llorones que reíamos y veíamos renacer la esperanza, en la que muchas veces no se piensa hasta que no miras a tu madre llorando de dolor y a unos seres que nunca antes habías visto prometiéndote que harían todo por salvar esa parte de ella que parecía perdida.

Después de tantas semanas no sabía ella cómo separarse de este Juan, son fuertes las ataduras cuando más que curar el cuerpo tu alma es también tocada, cómo salir del arrullo de unas buenas manos, de los brazos abiertos desde que asomaba al pasillo de la sala, de las palabras calmadoras llenas de certezas de que el peligro estaba siendo domeñado. Solo algo la hizo reaccionar: “Estoy aquí siempre, no lo dudes”, le dijo con su mirada clara sonriente. Ah, sí, respondió ella; además, allá en Majagua me esperan mis otros dos Juanes.