No quiero recordar el día en que perdí la romántica idea que tenía del fuego. El joven Prometeo robándolo a los dioses para ayudar al hombre, y pagando su pena; o los hombres conquistándolo en una edad lejana.
Imágenes hermosas de una chimenea, los troncos consumiéndose, un gato en la alfombra disfrutando el calor. La frágil luz de una vela, por donde podía pasar los dedos jugando y no quemarme, y la llama complaciente del fogón donde doraba las mazorcas de maíz o la bola de merengue sostenida en un tenedor, mientras le daba vueltas y miraba cómo salían las pequeñas chispas disparadas.
Fue de súbito. Corrimos a mirar cómo la casa de una vecina de mi abuela se quemaba, sin dar tiempo a salvar nada más que la vida de sus dueños, que miraban atónitos como las llamas devoraban todo. El ruido era atroz y las lengüetas de candela se elevaban al cielo.
El escándalo, las preguntas sin respuestas, las paredes desmoronándose a la vista de todos, los fuertes chorros de agua y la petición de que nadie se acercara, mostraban el más legítimo escenario del caos.
Por mucho tiempo me acompañaron esos recuerdos, tan vívidos y exactos que de solo escuchar una sirena me sobrecogía y me remontaba a aquellas horas.
Era yo muy pequeña todavía para salir de allí admirando a quienes prestos, sin miedo, vinieron a socorrer y acabar con aquel infierno, imágenes que cortaron la respiración y provocaron el pánico de todos.
Mas, en una de las páginas del diario del pequeño Enrique, personaje exquisito del libro Corazón, me encontré aquellas palabras llenas de ternura con que su padre lo invitaba a amar el trabajo de esos seres que, olvidados de ellos, rescataban a otros de la voracidad del fuego.
Entonces entendí que cada vez que escuchara la sirena podía presentir un poco de esperanza, porque ella anunciaba la ayuda que hacía falta, la mano que sostendría otra mano en señal de rescate, y diría sin palabras: “Te tengo, estás a salvo”.
Y comencé a admirar a quienes se sumergen en tales desafíos, porque la vida de los otros vale, y esa certeza responde cualquier duda.
Cómo se corre hacia el peligro, a lo incierto de un escenario donde puede suceder lo contrario de lo que se persigue; cómo sobreponerse al desastre que puede resultar del fuego incontrolable, del rescate que no tuvo un final feliz porque así también puede suceder.
Cómo entonces se mira los escombros, las negras vigas, los horcones calcinados, el sitio donde antes se iba a la mesa, los niños jugaban, se vivía tranquilo.
Cómo salir intactos, no perderse ninguno entre las llamas, el derrumbe; cómo volver a la carga (sabiendo cuánto de bueno puede estar en juego) con solo escuchar el llamado de auxilio.
Cuántas personas pasarán por la mente de quienes se sumergen en tales escenarios, cuántos viejos recuerdos, cuánta zozobra los acompañarán. Cómo resonarán en sus mentes los aplausos y el júbilo, cómo en los corazones el deseo perenne de seguir esos rumbos.
Cuánto de grande entregan estos seres, porque sí, porque nos hacen falta y eso es suficiente; porque es imposible muchas veces que el fuego permanezca en la pequeña llama, en la luz de la vela, en la preciosa idea de la fogata o de la chimenea. Y ahí es cuando suenan las alarmas, y no hay cabida al miedo, la duda, el desconcierto.
No quiero recordar el día en que perdí la idea maravillosa que tenía del fuego, de su calor y luz. En cambio conservo las palabras del diario de aquel niño porque despertaron en mí la admiración temprana hacia esos seres que, olvidados de todo, pelean contra el caos que corta la respiración y provoca el espanto en los otros.