Cuentan que un trabajador de un frigorífico, justo a la hora de terminar su jornada, comenzó una inspección. Por error quedó atrapado y, ante la imposibilidad de solicitar auxilio, estaba condenado a morir por hipotermia.
Transcurrido el tiempo suficiente para pasar de la desesperación a una obligada calma por la falta de fuerzas, sintió que la puerta se abría. Era el portero del lugar. Ante el asombro y la pregunta de cómo supo que estaba allí encerrado, humilde aquel le respondió que en todos los años de trabajo en ese sitio del único empleado que recibía el saludo de buenos días y la despedida en la tarde era de él, aunque viniera retrasado, hubiera frío, llovizna o agotadoras jornadas; por eso se percató de que no había abandonado el edificio y, presumiendo algo extraño, lo buscó por todas partes.
El conmovedor relato me llevó a pensar irremediablemente en aquellas personas que nunca podrían ser rescatadas por el custodio al final del día; que, aun cuando no vengan retrasados, no haya frío, llovizna ni alguna contrariedad, entran a esos lugares donde pasarán muchas horas sin ofrecer su saludo, y en la tarde se van sin ser notados, porque tampoco lo dan.
Los que entran a un departamento en silencio y, aunque crean que no molestan, sí lo hacen; y si alguien quiere aleccionarlos los saludan con un “tú no dormiste con nosotros” o si no los dejan que sigan perpetuando su distancia, porque si son así qué se les va a hacer.
Quienes nunca felicitan al que está de cumpleaños, a quien recibió un nuevo ser en la familia, contrajo matrimonio, no desean un feliz día de los enamorados ni de fin de año ni inicio de otro nuevo.
Pienso en ellos y no porque no podrían ser salvados de morir de una hipotermia verdadera, sino porque andan sin querer salvar a alguien de un amanecer triste, de una pérdida reciente que consume y duele; de los sinsabores del día a día, de los quebrantos del alma y de la mente.
Esos que sin saberlo son salvados minuto a minuto porque en el sitio donde están alguien de pronto se pone de pie y pide un aplauso para fulanito porque llegó nuevo y además aconseja que todos caminen junto a él; porque cerca otro interrumpe para leerles, “enseguidita”, aquellos versos que encontró en una vieja libreta de escuela y deja escuchar, a viva voz, aquel himno de John Lennon: Un día después de la guerra, si después de la guerra existe un día, te tomaré en mis brazos y te haré el amor; o porque, de alguna parte, les llegan los saludos que han regateado, los deseos de un día feliz, la esperanza en un “felicidades por tu exquisito trabajo”.
Pienso en ellos porque sin sospecharlo se van perdiendo muchas cosas; una sonrisa, miradas donde despertaron la luz con una frase; abrazos repentinos, la gratitud salida desde el fondo del espíritu; pequeños momentos que pueden rescatarlos de la más triste de las muertes: la hipotermia del corazón.