Pobres hombres

Me dijo así aquel anciano cuando conseguimos separarnos del grupo de muchachos que, animosos, reían sin parar. Pude ver en sus ojos la pena que sentía por los chicos, seguramente la que arrastraba por él mismo.

Aquellos no se imaginaban recibiendo un ramo de flores, una postal; remedaban, burlones, el modo en que tomarían un agasajo o felicitación, si se determinaba festejar en Cuba el Día de los Hombres.

No querían ni pensar en eso, porque era una payasada, una vergüenza que una mujer u otro hombre te llamara para recordarte cuánto vales, cuánto aprecian tu condición, para ayudarte, acompañarte a alzar tu voz. ¡Cómo si hiciera falta!

El anciano no quería morirse sin poder asistir a uno de esos días, a una jornada donde se hiciera aquello que suponemos se merecen; como las mujeres y las niñas, que tienen una fecha especial, fijada para unirse, decir lo que esperan y lo que merecen recibir.

Y me gustó escucharlo, porque yo también anhelo el día que mi padre no tuvo, tampoco mis abuelos ni mis tíos. Lo deseo por mis maestros, hermanos y sobrinos, mis amigos entrañables, el vecino, el hombre aquel que no conozco, pero que también lo necesita.

Antes quiero un día para el niño. Imagino a las niñas haciendo las postales, la dedicatoria de un libro, ensayando con los maestros cómo sorprenderán a sus amigos. A las madres buscando en los jardines las flores que sus niñas entregarán a aquellos que también lo han hecho con ellas. Sin asombro ni vergüenza.

En esos días los padres aprenderán lo que quizás no saben. A no regatearles el derecho a llorar, a sentir y expresar el dolor sin “parecer hembritas”, a jugar el juego que prefieran, porque para ser pelotero, judoka, karateca no es suficiente con ser un muchachito.

No los obligarán a huir de un color, del apego a la belleza, de una moda. Aprenderán a no vetarles los animados de princesas, porque en ellos también existen príncipes y animales, y madres y amigos; juegos, sueños y lecciones.

Así crecerán reconociendo y expresando sus quebrantos, penas, limitaciones y deseos. No aprenderán que puede existir algo que no les viene bien porque alguien hace siglos lo estableció. Sus gustos, una vocación cualquiera, de esas que pueden parecer exclusivas para ellas.

Con el tiempo sabrán que no están obligados a soportar dolor sin quejarse, a ser fuertes, a ser protectores porque alguien lo diga. Y llorarán por amor sin que parezca raro. Y aceptarán, sin avergonzarse ni que los miren mal, el asiento que les ofrezca una mujer al percatarse de que están enfermos o exhaustos.

Hablarán de la piel que han dejado en el camino, de sus heridas que no sanan, de los sueños a los que renunciaron por criar a sus hijos. Así se irán también borrando los estigmas, las normas, la ojeriza, las frases tristes que se dicen de ellos, y podrán distinguir a aquellos que hasta hoy sostienen que todos son iguales.

¡Pobres hombres!, me dijo aquel anciano con una pena ancestral en su mirada. Con una compasión de siglos al verlos renunciar a lo que él siempre había anhelado: un día para ellos. ¡Cómo si de verdad no les hiciera falta!