Nadie les dijo que no

Este cuento lo he leído en más de una adaptación; existe uno de Jorge Bucay en su libro Cuentos para pensar, pero este es de Jorge Moreno, escritor español. Ambos mantienen su hermosa idea, aunque cambien los escenarios. Se titula El niño que pudo.

Dos niños llevaban toda la mañana patinando sobre un lago helado cuando, de pronto, el hielo se rompió y uno de ellos cayó al agua. La corriente interna lo desplazó unos metros por debajo de la parte helada, por lo que para salvarlo la única opción que había era romper la capa que lo cubría.

Su amigo comenzó a gritar pidiendo ayuda, pero, al ver que nadie acudía, buscó rápidamente una piedra y comenzó a golpear el hielo con todas sus fuerzas.

Golpeó, golpeó y golpeó hasta que consiguió abrir una grieta por la que metió el brazo para agarrar a su compañero y salvarlo.

A los pocos minutos, avisados por los vecinos que habían oído los gritos de socorro, llegaron los bomberos.
Cuando les contaron lo ocurrido, no paraban de preguntarse cómo aquel niño tan pequeño había sido capaz de romper una capa de hielo tan gruesa.

—Es imposible que con esas manos lo haya logrado, es imposible, no tiene la fuerza suficiente, ¿cómo ha podido conseguirlo? —comentaban entre ellos.

Un anciano que estaba por los alrededores, al escuchar la conversación, se acercó a los bomberos.

—Yo sí sé cómo lo hizo —dijo.

—¿Cómo? —respondieron sorprendidos.

—No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo.

Cada vez que leo este texto pienso, irremediablemente, en el poder de las palabras, en la fuerza que las hace elevar o minimizar, destruir almas o componerlas.

Con mucha frecuencia emitimos juicios y no siempre medimos con exactitud el alcance de lo dicho, el modo en que nos expresamos y el impacto que pueden provocar en los otros.

Es cierto que si alguien le hubiera dicho al niño de esta historia que no podía romper el hielo, no lo hubiera siquiera intentado. Habría abortado su rescate; habría creído firmemente en su incapacidad ante algo tan alejado de sus posibilidades, y tan peligroso.

Así sucede muchas veces y no solo con niños. Porque cuando algunos escuchan varias veces que no son buenos para algo, que no lograrán lo que anhelan, dejan de intentarlo y ni siquiera se aventuran.

Sobran ejemplos de personas que estudiaron la profesión equivocada porque escucharon muchas veces que no lo lograrían, y sí lo lograron, solo que no era su vocación mayor.

También son tristes los casos de niños que no participan de la belleza de las artes o la intensidad del deporte porque les repiten que no llegarán a nada.

¿Y qué es llegar? ¿Cómo sabes si llegará si no los acompañas a dar el primer paso del camino? Existe un miedo inmenso a los caminos, una ansiedad insuperable por las metas; se desaprovechan los espacios, vericuetos, las curvas y rectas de los caminos que se abren ante nosotros, porque siempre la mirada puesta en la meta nos frena o nos sofoca demasiado.

Las palabras complacientes son muchas veces las preferidas por nuestro cerebro, y no es adecuado ir diciéndolas a espaldas de la realidad más cruda, para que el otro no sufra, para que piense que todo es posible, que la adversidad se puede superar siempre porque sí; sin embargo, decir palabras aplastantes tampoco surte efectos deseados.

Usemos las palabras correctas, aquellas que dicen verdad y animan, aquellas que motivan la reflexión y ayudan a tomar buenas decisiones. No seamos quienes digan que no, cuando debíamos decir sí.