Se sucedían los debates relacionados con la Política Integral para la Atención a la Niñez y Juventudes, y no pocos diputados le ofrecieron un valor sin igual a una trilogía que no se puede perder de vista cuando del bienestar y los derechos de estos grupos etarios hablamos: las familias, la escuela y la comunidad. Sin ellos, debemos coincidir, no se pueden llevar a puerto seguro sus proyectos de vida ni hacer que una ley tan justa y verdadera no termine siendo letra muerta.
Unas palabras llenas de energía, expresadas por el miembro del Buró Político del Partido y presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, Esteban Lazo Hernández, echaron luz sobre un asunto cardinal para nuestra nación: la inserción escolar y la continuidad de estudios. Como quien les hablara a sus propios hijos, contó cómo no hace tanto tiempo era mal mirado en nuestros barrios que un joven no estudiara; constituía, entonces, para nuestras familias y comunidades, hasta motivo de vergüenza.
No podemos decir que este fenómeno se ha legitimado, que para todos resulta normal ni, muchísimo menos, que no sea la lucha contra esto una constante en nuestras escuelas; sin embargo, negar que va ganando espacio y que el desinterés de algunas familias y sus muchachos hacia el estudio es evidente, sería llamarnos a engaño.
Aunque la educación en Cuba es gratuita, pública, universal e inclusiva, y sigue siendo una conquista innegable, muchos hablan de ciertos sacrificios que representan hoy para las familias tener a los hijos estudiando. Y eso me remonta a otros tiempos, ni mejores ni peores, solo otros.
La inmensa mayoría de quienes estudiaron conmigo desde séptimo grado hasta duodécimo, allá en Sanguily 3, se asombrarían e incluso negarían estas palabras que siguen, porque no lo parecía: casi cada uno de aquellos cientos de días sufrí lejos de mi casa. Hoy reconozco esos años como los del mayor esfuerzo que he hecho por algo en la vida, pero era por lo que, hasta ahora, sigue siendo lo más sagrado para mí y en mi hogar: estudiar.
Nunca he imaginado mi vida ni la de mis padres sin eso, sin ese reponerme a diario a los sinsabores que se iban mientras mi mente crecía. Creamos, mis compañeros y yo, un proyecto de vida donde la finalidad era nuestro bienestar futuro y el bien que regresaríamos a ofrecer un día a nuestras comunidades, para las que representaba tanto que sus adolescentes y jóvenes estuvieran superando cualquier dificultad para “ser algo en la vida”, frase siempre recurrente entre los que veían en la superación escolar el sentido de su existencia.
Se acerca septiembre. Signados por años escolares interrumpidos por la pandemia, reajustes curriculares, temores, resultados indeseados en exámenes de ingreso, nos acercamos al momento ideal para que nuestras familias piensen en que cualquier sacrificio nunca será infértil, que nuestras comunidades aspiren y consigan que sus muchachos mantengan el entusiasmo y la necesidad de aprender en esas escuelas que, a pesar de cualquier adversidad, seguirán con sus aulas abiertas.