En apenas unos días, dos sucesos dolorosos le tomaron el pulso a la sensibilidad de los hijos de Cuba. En uno, un niño era succionado por un tragante en una calle inundada y, en el otro, un popular músico perdió la vida en un aparatoso accidente de tránsito.
Ambos siguen siendo una queja constante, un lamento de lo que pudo ser diferente si los accidentes no ocurrieran en cuestión de segundos, si pudiéramos ser constantemente previsores, si las alertas, las alarmas en nuestra vida, siempre estuvieran activadas.
Es muy lamentable tener que asistir a sucesos tan extremos, tener que ver partir a un niño casi sin haber vivido, o a un músico admirado que mucho podía seguir ofreciendo. Y muy lamentable es, también, toda la morbosidad con que pueden ser tratados sucesos como estos.
Aunque la curiosidad morbosa que acompaña a muchos cubanos no es nueva ni exclusiva de la era de Internet, de Facebook y cientos de otras plataformas y medios alternativos, sí es ahí donde se encuentra el caldo de cultivo perfecto para su proliferación.
Hace mucho tiempo que los cubanos ya corrían desde que escuchaban una ambulancia llegar con sus sirenas al máximo a un policlínico u hospital, y hacían bulto para mirar hasta el más mínimo detalle de lo que sucedía.
Hace algún tiempo que muchos cubanos comenzaron a grabar y difundir las limitaciones de algunos de sus seres cercanos, sobre todo viejos y enfermos mentales, para provocar risa a través de la burla malsana, del chiste cruel y sin sentido. Mas nunca como ahora el regodeo había llegado a estos límites, al punto de provocar un rechazo casi unánime entre los cubanos que aprecian que el respeto y la empatía están sufriendo efectos devastadores como nunca antes.
Muchos influencers de pacotilla se lanzan en busca de reacciones a costa de cualquier fotografía, de los comentarios más desagradables, de la exhibición de imágenes sin importarles cuán hirientes son, sin medir el efecto que puede provocar en familiares y amigos de las víctimas, en los seguidores de esos personajes públicos, en todo un país para el que la vida de un niño vale tanto.
Otros, sin ser los creadores de ese contenido, igual lo contemplan, comentan y comparten, creando la avalancha que se vuelve imparable, y siendo cómplices también de ese morbo en momentos terribles donde el silencio y el recogimiento debía ser, necesariamente, la primera y mejor respuesta.
Más allá de nuestra Ley de Comunicación Social, recientemente aprobada, muy bien diseñada, con la que se puede frenar este tipo de desmanes, acudir a la ley del corazón, de la sensibilidad y la empatía hacia el dolor ajeno, nos hará crecer mucho más, como humanos y como seres preparados para enfrentar ese tipo de adversidad y desgracia con la sutileza con que merece ser mirada.
Más allá del impulso que puede provocar en algunos, el deseo de generar un contenido, de irse con la primera fotografía o noticia sin verificar ni medir consecuencias, debería hablar más alto la cordura, el sentido común, ese que nos guía a ser lo más cívicos y políticamente correctos posible, porque vivir en sociedad entraña un compromiso con nuestros hermanos de tierra, y cuidar de su imagen, de su integridad humana, cuando atraviesan desgracias, como estas, con desenlaces fatales, debía ser nuestro primer deseo, el mejor sentimiento y la mejor condolencia que podemos ofrecer por ellos.