Marcas de la bondad

La generosidad deja huellas, de las indelebles, de esas que nadie osaría borrar. La bondad más fina nos deja marcado el corazón. Cuando la recibimos de los otros nos inunda un bienestar inefable, que para explicarlo entonces basta con poner las manos en el pecho y expresarnos con esa mezcla rara donde se unen sonrisa y lágrimas.

Quien desde niño presencia actos de esa naturaleza es muy probable que los recuerde siempre y que en su vida completa los reproduzca de miles de maneras. Que guíe el sentido de su existencia en dar y darse a los otros. Porque la bondad es linda, limpia, sin dobleces; y el bien es tan atractivo, que cuando lo conoces y lo practicas; cuando vives sumergido en él no hay fuerza en el mundo que te haga abandonarlo.

Existen seres que nunca se deshacen de uno de estos actos, son, a su vez, los que más están necesitando ser tocados por ella, quienes no han probado sus mieles y quizás ni saben identificarla cuando la encuentren.

Otros, sin embargo, viven mirando a todas partes, para ver quién necesita recibirla, y ahí la ofrecen, sin pensarlo, sin detenerse a analizar si es merecedor o no; porque de algo sí tenemos que vivir seguros: nadie debía abandonar este mundo sin haber sido bondadoso, y sin recibir la bondad ajena.

Hace unos días leí esta historia que involucra a Charlie Chaplin, el comediante más famoso de la historia del cine, ese ser que nos legó todo lo inmenso que lo habitó y una genialidad de las más excelsas de todos los tiempos.

Se las ofrezco como un regalo. Seguramente mucho de lo que pudo darnos fue gracias a las huellas de la bondad que quedaron pegadas a su alma. Gracias a presenciarla desde niño. Que nos sirva de inspiración para practicarla y para intentar siempre tocar las almas de los seres que tenemos cerca.

Él contó que: Una tarde de mi infancia, acompañé a mi padre al circo.

La fila era larga, y delante de nosotros había una familia de ocho: padre, madre y seis niños, todos con ropa gastada pero limpia. Los pequeños no podían contener la emoción; hablaban del espectáculo como si fuera el día más esperado de sus vidas.

Cuando por fin llegaron a la taquilla, el padre preguntó el precio de las entradas. La cifra lo desarmó. Lo vi tartamudear, inclinarse hacia su esposa y susurrarle con la vergüenza grabada en el rostro.

Entonces ocurrió lo inesperado.

Mi padre sacó veinte dólares de su bolsillo, los dejó caer al suelo y, con naturalidad, se agachó, los recogió y se los entregó al hombre:

—Se le ha caído su dinero, señor.

El padre lo miró con lágrimas en los ojos.

—¡Gracias! —dijo con voz entrecortada.

Ellos entraron al circo, y nosotros nos retiramos. Aquellos eran los únicos veinte dólares que mi padre llevaba consigo. No vimos el espectáculo. Pero yo supe, desde ese día, que había presenciado algo mucho más grande.

Ese fue el acto más hermoso de mi vida.

El circo se apagó en la memoria. La bondad de mi padre nunca.