En un pueblo tan pequeño como es el de Majagua, encontré hace 20 años una apasionante historia de amor, dolor y muerte de los años 50 del pasado siglo. Signada por los prejuicios de una época que en nada favoreció a los amantes, todavía sus ecos resuenan en el lugar y hasta se desea un sitio donde un mausoleo marmóreo nos permitiera llegar a dejar poemas y canciones, pedir deseos y hacer declaraciones y promesas de amor.
El joven Silvio Cano se enamoró de una muchacha hermosísima de cabello negro que, desde el Camagüey, se había trasladado a estas tierras y asentado en la “zona de la tolerancia”, como llamaban a los lugares donde estaban enclavados los prostíbulos. Él solo tenía 17 años, y una familia cuya clase y orgullo no podían permitir a su hijo ser feliz junto a la joven.
Él quería desposarla, sacarla de aquel sitio adonde ella no fue a parar con gusto, y desde donde le demostró respeto y cariño verdadero. Pero todo se imponía.
Era demasiado pedir a una familia en épocas de férreos prejuicios contra las mujeres y marcadas diferencias sociales.
Su mejor amigo en esa época, accedió a conversar conmigo. No olvido aquel encuentro con Mario de la Cruz, quien me recibió en su casa. La conversación transcurrió entre suspiros y ojos anegados en lágrimas. Para él Silvio seguía siendo el niño que fue; quien todavía, a los 17 años, en la herrería donde trabajaban, jugaba a las bolas, y su alegría contagiosa era perenne; hablaba de él con un cariño sublime, viéndolo como el muchacho que la muerte detuvo en el tiempo y sería para siempre su eterno niño amigo.
Me contó los sucesos del último día de su vida. Recordó que en aquella tarde-noche su madre lo había enviado a buscarle una lata de leche condensada que acostumbraba a tomar en las noches con malta, mas el muchacho nunca regresó.
La mañana siguiente aparecieron, en el Kilómetro 28 de la carretera, los cuerpos sin vida de dos jóvenes, atropellados por un tren. Algunos después comentaron haberlos visto en la estación de Jatibonico, como esperando viajar a alguna parte.
Otro entrevistado que estuvo en el lugar donde yacían, me narró que estaban muy cerca uno del otro y que la joven parecía dormida. De ella nadie supo decirme su nombre, en posteriores intentos tampoco supe si sus familiares reclamaron su cuerpo, o si la familia de Silvio se negó a depositarlos juntos.
La prensa de entonces no se hizo eco de ello. No se sabe si salieron caminando por la vía y un tren los sorprendió, o si decidieron terminar su tormento con un pacto de muerte; no hubo una nota encontrada, ni una despedida a un amigo o familiar.
Y, aunque no exista un panteón fastuoso o una pequeña lápida a donde los enamorados puedan ir a depositar sus flores, sí conocemos que, en una bóveda en el camposanto de Majagua, y en algún otro sitio desconocido hasta hoy, reposan los restos de dos seres que se amaron a pesar de los tantos obstáculos que se lo impidieron; y cuya leyenda prefiere sostener que ambos decidieron morir juntos por su amor imposible.