Cuentan que hace cientos de años, en una ciudad del Oriente, un hombre caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida.
Un amigo lo reconoció entre las sombras: era Guno, el ciego del pueblo. “¿Qué haces, Guno, tú que eres ciego, con una lámpara en la mano?, ¡si tú no ves!”. “Yo no llevo la lámpara para ver mi camino —respondió Guno—, conozco las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí”.
Esta anécdota, en toda su simpleza narrativa, se me antoja de una belleza extraordinaria, porque nada me conmueve más que aquello que nos impulsa a dejar de pensar siempre en nosotros y tener esos movimientos del alma para darnos a los demás.
Así, sin pensarlo, soltamos ese peso que nos encierra y no nos deja ver que a nuestro lado alguien puede salvar su día, recobrar su alegría, llenarse de las fuerzas necesarias, si tan solo le ofrecemos algo de lo que va necesitando, que, por absurdo que nos parezca, puede ser desde ayudarlo a completar el precio de un pasaje, un bocado de nuestra merienda, hasta parte del agua que llevamos o, unas frases de apoyo y de consuelo.
La mente humana tiene vacíos que aún no sospechamos, por eso quizás lo mismo nos contentamos sin motivos, que nada nos calma o nos satisface, y perdidos, a veces, olvidamos el verdadero sentido del estar aquí entre la gente.
Así, las energías que a algunos les faltan pueden ser completadas con la energía de otros; igual el calor, la determinación, el ímpetu, la capacidad de resolver situaciones extremas, los deseos de crear, el espíritu ante los esfuerzos cotidianos. El ánimo que alguien nos transmite raras veces lo dejamos escapar, la mano que extendemos siempre encuentra otra mano, el vacío que llenamos queda lleno, aunque los años pasen, o la vida nos golpee.
Nos encontramos a diario con historias lamentables y hasta bochornosas de gente que no mira a otras gentes, que, encapsulados en su burbuja, actúan como autómatas, solo en busca de llenar sus arcas, en franco desprecio contra todo lo que no tenga que ver con ellos o sus seres más íntimos. No colaboran con nadie, no se desvían un milímetro de lo que trazaron cuando crearon su negocio, comenzaron a ejercer su profesión u oficio, cuando pusieron la vista en lo que ganarían con lo que hacen, porque “la vida es una”, porque “la cosa está mala”, porque “la gente no agradece”, porque “una golondrina no hace verano”.
Se niegan la posibilidad de ser luz perenne, de dejar hermosas huellas en el camino siempre fugaz de la existencia, de ser recordados por las alegrías provocadas, por los sinsabores ahorrados a los que tenían cerca, por la celeridad al resolver los problemas de los otros, por las frases certeras acuñadas, por los trillos abiertos para que otros pasaran.
Como el ciego de la historia andan muchos, llevan una luz que no es para ellos, un resplandor que ni siquiera necesitan, ese que saben que no pueden quedárselo porque centraron su destino apegado a los demás, mirando para encontrar a aquel que a su lado lo va necesitando, para levantar al caído, limpiar lágrimas, para pelear contra la indiferencia malsana, contra el no se puede; para que, siguiendo la luz que son los demás, lleguen sin demasiados tropiezos, o simplemente encuentren su camino.