No temo a las palabras. Las amo, las amoldo. Persigo el sonido que de ellas emana al pronunciarlas, y me gusta descubrir los gestos que en los otros provocan.
No temo decir alguna cuando otra no hubiera causado semejante molestia, porque prefiero pronunciar la exacta, la que mejor se aviene a lo que siento y pretendo que entiendan.
No me cuido de usarlas. No huyo, por ejemplo, de algunas como impunidad, desidia o abandono, porque nombran, en su justa medida, aquello que nos daña.
Tampoco desvergüenza, indecencia, olvido, intolerancia, miedo; porque de entuerto en entuerto muchas veces hemos ido. Aunque prefiero las palabras certeza, exquisito, fascinante; los vocablos perfecto, magnífico, elevado.
Me desarman aquellas que anuncian una alborada, lo perfecto que llega, la espera que no fue en vano: bien, justicia, edifica y amor.
Solo no quiero una, solo le temo a esta: imposibles. Porque por pensar en imposibles existen las frases: “Por eso estamos como estamos” y “La cosa está mala”.
Por creer en los imposibles impuestos, amanecemos con la seguridad de que nada saldrá bien en toda una jornada, no tocamos puertas, no pedimos y volvemos a pedir, no decimos: “Basta de justificaciones”. No armamos una tángana, no convidamos a alguien a mirar hacia arriba, abrir los brazos y decir bien alto: “¡Todos por esta puerta abierta!”.
Por existir los “no se puede”, los “después” o “hasta nunca” surgió esa palabreja. Por quedarnos como no quería el poeta, “al borde del camino”, estáticos, inamovibles, se instaló entre nosotros con fuerza sobrehumana y se me antoja escurridiza, muchas veces perpetua.
No temo a las palabras, las amo y persigo el sonido que ellas forman, las muchas vueltas que pueden dar en nuestra mente hasta que nuestra lengua se atreva a pronunciarlas; me fascinan las buenas, las que vienen desde adentro, de lo profundo, y nos elevan, nos convocan a no quedarnos quietos porque hacerlo es un crimen, porque no puede haber mentira más absurda que aquella que nos obliga a pensar que existen imposibles.