No se puede medir el sufrimiento como la temperatura, la densidad de un líquido, la distancia y el tiempo. No se puede establecer en unidades de medida, decir, es como del uno al 10, o creo que millones, como de aquí a la Luna; o como la inmensidad del mar.
De tan difícil que resulta, quien es presa del sufrimiento pone la mano en el pecho, porque parece como si el corazón doliera y con un gesto de “no sé explicarme bien” te habla de un vacío grande, un dolor que quema, lo mismo no deja respirar o comer. De lo espinoso que resulta todo, de la oscuridad instalada adonde quiera que mires; y del alma deshecha, como si esta fuera un órgano que de verdad se dañara.
Llegado a ese punto, la gente quebrantada pudiera sentirse con derecho a abandonarlo todo, quedarse quieta hasta poder respirar profundo, sonreír con ganas, mientras la luz tímida asome de nuevo.
Pero no, mucha gente que sufre, piensa en cuán egoísta es si se aleja, si priva al otro de sus servicios en un trabajo, si deja a sus viejos o sus niños sin la compañía y el amor acostumbrados; si le niega el hombro al amigo que se siente perdido, si deja al vecino sin la pregunta de cada día: ¿Cómo amaneciste hoy?
Contrario a lo que pudiera parecer, quien padece no quiere que alguien sienta lo que él, por eso sigue acompañando, aunque muchas veces al terminar el día diga, hasta hoy pude. Sigue de pie con una fuerza solo vista por los otros, con una determinación que muchas veces es el resultado de un gran miedo a dejarse vencer y no poder seguir ayudando. Por eso simula un gran horcón cuando en verdad no es más que un tronco hueco, como me dijera un amigo, el cual, a mi modo de sentir, es el hombre más fuerte y alegre que conozco.
Porque sufrir es tan horrible que te hace mirar a los lados buscando a alguien necesitado de aliviar su pena; regalas tu medicamento sin pensarlo porque es tan malo sentir dolor o no dormir bien, que no puedes imaginar cómo alguien puede soportarlo. Y ríes, y haces que otros rían y enseñas cómo se puede buscar la luz a cielo abierto; cómo hacer el bien es salvador y escuchar al otro te libera y alivia.
Y no faltan los asombrados, y consideran que es imposible que alguien así esté padeciendo, que alguien roto pueda tener las manos extendidas, desprenderse de todo, tener a las personas felices a su alrededor; ofrecer una belleza que muchas veces le cuesta percibir, y hallar soluciones que muchas veces las personas felices no las encuentran.
No se puede medir el sufrimiento, establecer cuánto nivel has alcanzado, si te falta poco para que “el termómetro reviente” por eso; muchas veces quienes padecen piensan que lo mejor es quedarse quietos hasta que todo cambie; porque cómo se es bueno para los demás si ni siquiera puede consolarse.
Mientras, quizás por eso mismo, otros prefieren intentarlo todo, y no les basta con no rendirse, si no que hacen hasta lo imposible para que nadie a su alrededor se deje vencer por los quebrantos. Gente así, como tú, nos hacen muchísima falta.