Cuando escuché mi nombre y me volteé, vi a aquella mujer riéndose; descubrió que mi mirada intentaba reconocerla, y entonces me dijo: “No, no me conoces, pero yo te leo; déjame darte un abrazo porque Invasor está de cumpleaños”.
Nos abrazamos; le di las gracias y pensé que todo terminaría en la alegría de encontrarme con una lectora que me reconoce en plena calle. Pero no. “¿Y Mayito todavía canta?”, dijo. Ante mi asombro contó que recordaba aquella crónica donde yo evocaba la felicidad que sentía desde que Mario iba subiendo las escaleras del periódico cantando a Silvio y a Serrat.
Recuerda decenas de crónicas, comentarios, informaciones, entrevistas, reportajes que ha leído en sus páginas; conoce a Héctor, a Ortelio, Nohema, Migdalia, Osval, Moisés; y mi alegría creció cuando nombró a Aida, quien es la correctora más antigua que lee en los créditos de este semanario.
Busca en la televisión cuando anuncian los premios para ver si reconoce a los periodistas por la fotografía del semanario. Y evocó a José Aurelio. Mirar sus ojos brillar mientras hablaba de sus encendidos comentarios, sus entrevistas y aquellos marcapasos que ponían ritmo a los latidos de cualquier corazón, me llenó de orgullo.
Le hablé de los sinsabores de esta carrera, de las muchas alegrías que provoca, de las incomprensiones que se desvanecen ante tantas certezas del bien y la belleza: de los deseos de tomarle el pulso a las realidades que aparecen a cada paso, a la vorágine del día a día que se torna trepidante en cualquier cobertura.
De la palabra que no sale o sale a destiempo; de la metáfora que embellece, pero que no puede enrarecer lo que decimos, de la búsqueda constante en el fondo de los sentimientos y en los libros, en la mente y el corazón, porque ese binomio me es imprescindible para lograrlo todo.
Hablamos de los lectores, porque no es mentira que el mayor premio de todos nos llega desde ellos, de la espera por lo que escribimos, por lo que quieren de nosotros; por ese raro privilegio que nos otorgan cuando nos dejan interpretarles las realidades que viven, cuando creen en nosotros, porque lo que leen se parece mucho a lo que ellos piensan y sienten aunque no puedan escribirlo.
Porque cuando alguien como ella nos detiene en plena calle, nos llama por el nombre y cuando nos ve tratando de recordar quién es, nos dice “No, usted no me conoce, pero yo la leo siempre”, algo cambia muy adentro y nos parece como si fuera la primera vez que lo escuchamos, porque cada lector que se nos acerca es como el primero, es aquel para el que escribimos, el que no queremos defraudar, el que no puede quedarse esperando.
Aquella mujer, lectora empedernida de este semanario que llega a otro aniversario lleno de desafíos y certezas, me sugirió muchas ideas que deseaba que pudieran viajar en mis botellas y, antes de despedirnos, me ofreció otro abrazo y dijo que en este cabían todos los seres que han hecho latir en estos 44 años el corazón de Invasor.