Amo la algarabía, que es todo lo contrario a los silencios, porque ella anuncia la alegría, el buen tiempo que viene y los deseos de recibir los trances de la vida del modo que sea que ellos vengan.
Al silencio lo he asociado más al vacío que queda cuando alguien se va, cuando se acaba el día con todos sus trajines, la risa de los niños, la pelota que repica en la calle, el ruido de los carros, el sonido del tren que anuncia su llegada. Los silencios dañinos, que nos dejan con dudas; o el silencio que llega junto con la tristeza, el que no quiere ser roto ni con una palabra, un suspiro o una queja.
Del silencio necesario no quería que nadie me explicara, porque siempre me olía a soledad, que tampoco me sabe a algarabía, a colores ni a luz. De tan solo escuchar la palabra silencio pensaba en un abismo, en tinieblas, un tiempo detenido; innecesario, irrompible; como algo que se instaura y que pesa.
Sabe mi amigo Víctor mi miedo a ese vocablo, a la sensación de vacío que de él me llega; por tanto que hablamos de lo mucho que él lo usa a su favor, porque una mente tranquila —me ha dicho infinidad de veces— puede pensar mejor que una mente confusa; porque unos minutos de silencio cada día pueden guiarnos en la dirección correcta para definir cada instante de nuestra existencia.
Él encontró está enseñanza que ahora les ofrezco. La leí y ya intenté sumirme en el silencio.
La lección del silencio
Un granjero descubrió que había perdido su reloj en el establo, muy costoso y de gran valor sentimental. Después de una extensa búsqueda en vano, pidió ayuda a un grupo de niños y prometió una buena recompensa a cualquiera que lo encontrara. Cuando el granjero estaba a punto de darse por vencido, un niño vino y le pidió la oportunidad de intentarlo, ya que todos los demás habían fallado. ¿Por qué no sería un intento más?, pensó el granjero y autorizó al pequeño a entrar al establo.
Después de un rato, el chico salió con el reloj en la mano. Todos estaban asombrados. Entonces el granjero preguntó: “¿Cómo lo encontraste?”. El niño respondió: “No hice nada más que sentarme en el suelo, quedarme quieto y, en el silencio, escuché su tic tac y miré en la dirección correcta”.