El dolor que en mi cuello insiste en hacerme padecer es el mismo que a menudo me devuelve el roce de las manos de mi madre. Me toca con la yema de sus dedos y despacio oprime un poquito por aquí y por allá, mientras me asegura que enseguida me voy a aliviar.
De nada vale decirle que no me mueva el cuello, pues es peor; ella insiste, dice qué sabré yo de eso y sigue tratando de hacerme el bien, de que me mejore. Y yo no sé por qué, pero lo logra. Son suaves las manos de mami, no revelan cuánto ha trabajado, los años dedicados a criar hijos, cuidar nietos y sobrinos, llevar adelante junto con mi padre una familia y una casa de puertas abiertas a la que todos siempre quieran regresar.
Me toca el cuello y vuelvo a mi niñez, a aquellas noches en las cuales me calmaba cuando me dolían las rodillas o algún golpe que me había dado jugando, seguramente por no hacer caso cuando nos decía que no corriéramos o nos subiéramos en alguna parte.
Siempre me calmaba sin reproches, haciéndome un cuento de algún animal que consolaba a su cría y hasta cantándome aquel “sana, sana, boquita de rana, si no sana hoy sana, mañana”, en tanto hacía cruces en el lugar del dolor y tiraba besos al aire.
Pienso en cómo se casó demasiado joven, no pudo estudiar, y su sueño de irse a La Habana (a perfeccionar los cortes y las costuras que por inspiración siempre había hecho) lo vio truncado; ella que parió muchos hijos y no podía despegarse de la batea, la máquina, la plancha y el fogón, que comía hasta de pie y en ocasiones no comía, que la migraña la martirizó gran parte de su vida; e hizo hasta lo imposible por mantener esa realidad lejos de nosotros.
Porque antes de casarse y tener hijos había que estudiar, había que ser alguien en la vida, aprovechar las oportunidades puesto que la existencia puede ser difícil y los padres no son eternos.
Siempre me asombra ver que mi madre, que solo estudió hasta el tercer grado, trabajó fuera de la casa muy poco tiempo, nos dedicó toda su energía y sus horas, no se vanagloria de nada más que de haber criado hijos buenos que la llenaron de nietos, títulos y diplomas.
No tenía una fórmula perfecta, ella dice que esa fórmula no existe, solo se trataba de intentar e intentar muchas veces, de no dejarle espacio al desaliento, a la duda; de dormir con un ojo abierto y el otro también, de luchar por mantenernos unidos, que no es lo mismo que juntos; de cuidar y de amar.
Mami siempre ha sido una sabia, de esas que suelen arrancarles a la vida, a las bondades del cariño, y hasta al dolor y los errores, todas las lecciones posibles. Hace tiempo que es quien hace el café más rico del mundo, el más exquisito dulce de calabaza china, las más crujientes chicharritas, el mejor congrí y los tamales.
“Nadie lava como mi tía Buba, ella me enseñó”, dicen mis primas; “Es la madre que cualquiera quisiera tener”, me han dicho mis amigos; es una mamá gallina, la más complaciente, comprensiva, desprejuiciada y buena, me ha dicho mucha gente.
Es quien siempre está lista para recibir, agasajar, escuchar los lamentos de quienes la saben amigable y justa, sincera y reservada. Mi madre no ha cambiado nada. Ni el paso del tiempo, el intenso trabajo ni las pérdidas han hecho mellas en sus ansias de seguir adelante, rodeada de todos, cuidando, velando y buscando la luz.
Tengo una madre perfecta, a pesar de lo que con tristeza no pudo darme, de lo que quería enseñarnos y ni ella misma sabía; de las peleas y hasta de algún chancletazo. Es perfecta por encima de todo y no hay modo de que pueda olvidarlo, porque con frecuencia me lo recuerda el suave roce de sus manos en mi cuello cuando intenta aliviarme el dolor; en esa manía suya de no dejar de ampararnos, de estar siempre a mano, de ser un puerto seguro y mi consuelo.