No sé exactamente cuándo sentí el sobresalto, cómo me di cuenta del descubrimiento, cómo comencé a tenerlo siempre a flor de labios. Si fue por una foto o por todas las que vi, si fueron unos versos, una frase suelta, si fue por saber del dolor y el espanto vividos desde que tuvo que andar rapado, enfermo y con grilletes.
Asombrada por tanta belleza, no sabía que el camino hacia él es infinito y que no bastaría con leer, sufrir por sus desgracias y venerarlo.
Quien se le acerca se deslumbra, porque en él habita toda la idea del bien, el mejor diseño de una Cuba por la que padeció y llevó una vida de renunciamientos.
Y así, sufriendo por la madre que no entendía el destino del ser diferente que había parido, que padeció toda su vida y se quedó esperándolo para que cuidara de ella con los mimos prometidos.
Sin querer entender las razones de una esposa que no pudo seguirlo y lo dejó allá lejos, raído, con la única opción de refugiarse en unos versos preciosos, el canto más grande de amor y dolor existente en la literatura de todos los siglos.
Mirándolo a lo lejos, me bastaba con el Maestro, el amigo sincero, su pluma y su discurso. No necesitaba el hombre del bote y el revólver, de la larga travesía, del caballo encabritado y el fuego cruzado.
No entendía el sacrificio que nos llevó a perderlo, o dicho de otro modo, ganarlo para siempre. No entendía por qué no obedeció a quienes lo querían quieto, armando para todos el destino de Cuba.
Ensimismada en aquel Diario, donde sus ojos no alcanzaban para mirarlo todo, donde los palos del monte, el grillo y el rocío, las altas lomas, la miel de la colmena, la lluvia, eran la Patria toda.
La pesada mochila, el asombro de aquellos ante la resistencia del Presidente que todavía no era, como dijera Gómez. Enternecida por la delicadeza del hombre que tuvo tiempo en esos días de sacar las niguas de los pies de los niños del lugar, que también allí hizo latir el corazón de una muchacha de 15 años, que comió buniato (sic)...
Y fui entendiendo que no merecía que solo los otros lucharan por su Cuba, sus cuatro letras preferidas, que lo acompañaron también escritas en un trozo del hierro duro con que, por ella, fue encadenado.
Y dejé de ver al niño que hablaba de un gallo fino y un caballo, e hizo un juramento que debía cumplir derramando su sangre; al más amado, al de las crónicas de viaje, al de las cartas que enseñan a ser útil y virtuoso, a pasar callados ante la vanidad del mundo.
Y surgió el hombre de la estrella, el que vivió y murió de cara al sol. Porque entendí la metáfora de quien lucharía por no abandonar la luz, porque a algunos buenos también puede pasarles. Pero no a él.
Y dejé la tristeza, la cual me provocaba su arrebato, porque quizás ya era el momento para quien había perdido casi todo, y ganado la gloria por la que nunca luchó.
No recuerdo cuándo comenzó el descubrimiento, el sobresalto; cuándo necesité tenerlo siempre a flor de labios. Sin embargo, desde entonces, experimento lo mismo que sintió él después de aquel salto que lo puso en las costas de su isla amada: “Dicha grande.”