Dar la sangre

No olvido la primera vez que corrí decidida a donar mi sangre. Fui con un grupo a socorrer a mi amigo Rafael, quien después de un accidente debió someterse a una cirugía a la que no sobrevivió.

La de él no era la mía, no me la extrajeron, mas me alentaron a cuidarme porque mi grupo sanguíneo es muy escaso.

No pasó mucho tiempo, escuché por los altavoces del hospital provincial de Sancti Spíritus que necesitaban donantes del grupo O negativa. Recordé a mi amigo, lo escasa que es, y enseguida me vi dentro de muchas personas desesperadas, porque la de ellos, no era la misma de la joven que estaban operando.

Pasé callada y le dije a la enfermera del banco que yo podía, al instante me rodearon los amigos, el novio, los padres de la joven. Pasé el mismo protocolo hasta que vi como mi sangre salía hacia la bolsa como un anuncio de esperanza. Entre tantas palabras que me dijo la seño que me acompañó todo el tiempo, iba su admiración por ver cómo tan lejos, y por alguien desconocido, reaccioné.

Para mí era algo intrascendente, por eso cuando a la salida me pidieron acompañarme hasta la sala de mi abuelo, e insistieron por si necesitaba algo, les dije que solo deseaba que la joven sobreviviera. Desde entonces muchas veces he extendido mi brazo y me he desprendido de un poco de mi sangre.

Hace unos días vi en Facebook una pregunta que me sorprendió: ¿Donarías tu sangre para salvar a tu madre o tus hijos? ¡Qué tontería!, respondí, la he regalado tantas veces a personas que no conozco. Dar la sangre debía ser un deseo que latiera dentro de cada ser, en el intento diario por ser mejores.

Todos debieran estar dispuestos a hacerlo, solo porque comprendieran lo imprescindible que resulta para disímiles procederes médicos y para mantener la salud, y la vida, en muchos casos.

Hacerlo porque sabemos que es necesario, porque la sangre no se puede lograr de ninguna otra sustancia en un laboratorio. Es imposible importarla, como otros equipos e implementos médicos, y no se puede vivir sin ella. Quizás por eso convendría saber que en cada impulso de generosidad regalamos vida.

Qué bueno es, cuando estamos enfermos, estar a la vez seguros de que no nos faltará aunque nunca hayamos ofrecido la nuestra. Que aun sin haber pisado nunca un banco de sangre, (porque estamos saludables) sabemos que a nuestros familiares y amigos no les faltará cuando la precisen.

Hay en nuestras calles y vecindarios mucha gente que extiende su brazo sin decirlo, sin pedir nada a cambio, sin quejarse de que no reciben un aplauso de aprobación, un elogio. Lo hacen y lo olvidan hasta que vuelven a entregarla otra vez, porque sí, porque es un noble gesto.

Cualquiera que camina a nuestro lado, comparte la oficina, la guagua, la cola en una tienda, puede ser aquel que apenas unas horas o minutos antes hizo una de esas donaciones que no tienen precio, y que por eso se entregan sin que medie remuneración alguna.

Cualquiera que tenga más de sesenta años puede ser uno de esos que acumularon decenas de donaciones y no lo sabemos, por ello nunca se les sorprende en su hogar con nuestros niños, los alumnos de una escuela, los vecinos, con un ramo de flores para decirles que sabemos cuánto de extraordinario hicieron por los otros.

Mucha gente anda dichosa por ahí después de regalar un poco de ellas mismas; y muchas otras no sospechan siquiera cuánta felicidad y tranquilidad proporciona entregarse de ese modo.

No olvido aquel día en que corrí por primera vez decidida a donar mi sangre, porque aunque la mía no era la misma que la de mi amigo, en un instante tuve aquella certeza que no me ha abandonado: no dudaría en intentar salvar la vida de cualquiera, aunque fuera un desconocido y no supiera nunca si pude conseguirlo.