Cuando las luces encendieron el cielo

Al ruido intenso le siguieron muchos pequeños estallidos que se iban alejando hasta alcanzar el cielo. Después era la luz, los colores, las tantas figuras que me hicieron llevar las manos a la boca. “¡Mira una flor, una estrella!, ¿Eso es un corazón?”, exclamaba yo, como si fuera una niña cuando descubre figuras en las nubes; mirando con los ojos muy abiertos, como quien espera una respuesta.

Le siguieron otros estallidos, colores, figuras; y yo movía la cabeza para todas partes y solo exclamé al final, mientras escuchaba los gritos de alegría y los aplausos: ¡Qué belleza!, ¡Qué belleza!

Miraba, por primera vez en mi vida, los fuegos artificiales, desde el balcón de la casa de Nidia y Modesto, allá en Chambas, a donde fui invitada por mi amiga Tamara, y confieso que acepté atraída por la idea de disfrutar de unos carnavales más; sin embargo, fui de sorpresa en sorpresa, y cuanto encontré, superaba las narraciones de mi amiga.

En algún momento me pareció exagerada la devoción de Tamara y su familia por aquellas fiestas; ella contaba todo el año cada detalle, se sabía muchas leyendas de memoria y me describía minuciosamente las carrozas. Ella las sabía hermosas, majestuosas, no solo la de su barrio, pues en todos ellos, al final, latía el gusto y amor por una tradición que es mucho más que los fuegos, carrozas, leyendas e historias recreadas por unos y otros.

Así, sin darme cuenta y sin proponérmelo, me vi envuelta por casi diez años en unas fiestas que me eran lejanas; y no puedo olvidar nada de lo que vi, disfruté y viví entre tanta gente que se deshace en cada obra, cada fuego que es lanzado. Gente que deja su aliento en todo lo que toca para encender los días y las noches de un pueblo, y darle vida a su tradición, que es como vivir más intensamente.

Cada verano recibía el aviso de mi amiga y hasta allá iba. Recorrer aquellas calles, escucharlos hablar, me traía nuevos descubrimientos de aquello que, aunque nadie había nombrado, todavía, como parte del patrimonio inmaterial de la nación, ya era por la fuerza del amor y la necesidad de mantenerlo vivo, generación tras generación, el bien más sagrado de cuántos poseen.

Yo no era ni del Gallo ni del Gavilán, por eso arrollaba con uno, y, al llegar a Las Cuatro Esquinas, donde se le cedía el puesto al otro, como mis pies no podían parar, de pronto estaba arrollando con el otro barrio; porque es lo mismo decir: “La gente del Gallo, sí, señor, la gente del Gallo”, que decir “La gente del Gavi, sí, señor, la gente del Gavi”.

Y el colofón, el sábado. El arrebato, el gritar de pasión hasta quedarse ronco, el perseguir el paso lento de una y otra carroza al compás de la música y de las narraciones que parecían extraídas de libros antiguos, de leyendas impensadas; el júbilo, las lágrimas en los ojos de los nacidos en ese lugar y, también, en los ojos de los que, como yo, fuimos adoptados por algunos buenos amigos.

Al final, el ruido intenso, los pequeños estallidos que se iban alejando, la luz encendiendo el cielo de Chambas, el cielo de los galleros y gavilaneros, que son la misma cosa bella; vista magnífica e inolvidable, que me causó la más bella sorpresa que haya podido descubrir jamás, desde aquel balcón, donde Nidia y Modesto esperan volver a tenerme, con las manos en la boca y los ojos muy abiertos, como queriendo atraparlo todo.