Celebremos

Supe que un amigo se ha estado negando a celebrar su cumpleaños; porque no está ahora en Cuba y el dolor por los daños causados por la naturaleza, el panorama triste que va dejando la situación de salud de muchos, lo mantienen en angustia permanente.

He escuchado a algunos valorar de inconsciencia el hecho de que, en medio de semejantes escenarios, se celebren fiestas populares que mantengan juntos a grandes grupos y con las que se puedan generar más volúmenes de desechos, más gastos públicos, y algarabías en lugares donde permanecen personas enfermas y convalecientes.

Alguien, desde estas fechas, ya me preguntó si yo creía que sería generoso con los que sufren que se celebren fiestas de fin de año, cuando este 2025 ha sido tan difícil para Cuba.

El dolor, las pérdidas, los duelos, las situaciones extremas de la vida de familias y de un país, siempre se intentan abordar con mucho tino, con un recogimiento necesario, con mesura, sin altisonancia dañina, sin recetas absolutas; porque el sufrimiento merece una mirada profunda, certera y a la vez, compasiva. Es por eso que, desde que se comienza a oler la calamidad, las alarmas nos indican, en nuestro fuero interno, que el silencio, la calma, el ostracismo, es lo mejor que podemos ofrecer para que nadie se sienta dejado a su suerte, para que nadie suponga que está solo, para que la indiferencia de los otros no los roce.

Sin embargo, nunca perpetuar la pena, las desgracias, extenderlas aun hasta los sitios que no fueron dañados, hasta las personas que no fueron alcanzadas por la enfermedad, será lo más recomendable cuando de elevar el bienestar de una nación, de un pueblo, se trata.

Estar unidos, lamentar el dolor ajeno, sufrir por los que perdieron todo, no necesariamente implica que se tenga que vivir de modo literal lo que a ellos les sobrevino. Sufrir por los otros no significa llevar su duelo, su luto. La empatía nos guía a ser generosos, ayudar, acompañar, a mover los resortes de la justicia; y eso es posible sin tener que renunciar a las celebraciones.

Para celebrar la vida, no es necesario llenar los cielos de fuegos artificiales, gastar ríos de dinero, derrochar recursos tan necesarios y escasos; no hay que hacer un ruido ensordecedor ni mostrarse ajenos a los hogares, las familias, los lugares que, en ese momento, y bajo otras circunstancias, no puedan hacerlo.

Nadie, en época alguna, celebra sus fechas especiales, sus logros y su alegría de vivir, de manera idéntica a los otros. No existen fórmulas mágicas para hacerlo, nadie obliga a que se tenga que celebrar si alguien prefiere no hacerlo, ni es coherente pretender obligar a que alguien no celebre por solidaridad con los otros.

La solidaridad es otra cosa bien diferente. No tienes que ejercerla siquiera con llanto y mesándote los cabellos; al contrario, cuando la ayuda y el acompañamiento llega respaldado con sonrisas, con algarabía, con el ánimo vivo, el mensaje siempre dice que todo lo bueno puede ser posible y que los quebrantos, incluso los peores, también tienen fecha de caducidad.

Los momentos de dolor pueden parecer eternos, pueden convertir el mero hecho de abrir los ojos al día, respirar, en un acto heroico, mas si cerca alguien nos recuerda que la felicidad se construye desde dentro y que dedicarle unas horas a la alegría nos hará mucho bien, esa percepción cambia.

Estoy segura de que si mi amigo, que no ha olvidado ni un instante a quienes aquí viven, que ha extendido su mano generosa muchas veces, celebra su cumpleaños, todos serían más felices por verlo feliz, y él mismo repondría sus reservas espirituales para seguir insuflando ánimo a los otros.

Si en los lugares donde sea logísticamente posible, se celebran las fiestas que el pueblo siempre se ha desvelado por mantener vivas, estoy segura de que esa parte de Cuba y sus hijos estarían más animados para seguir trabajando desde la distancia por los otros hermanos de nación que todavía no pueden celebrar.

Si este año ha sido difícil, y lo despidiéramos con minutos de silencio, con más dolor y con el mal sabor que dejan los quebrantos, seguiríamos perpetuando la idea de que estar dichosos un día no es ni posible ni merecido; en ese ínfimo instante que nos separa del nuevo que nos espera, ya no nos dará tiempo para oxigenar nuestro corazón, para prepararnos de todas las maneras que conocemos y abrir los brazos enormes para darle un recibimiento lindo a los otros 365 días que, en suerte, nos estarán aguardando, y mientras más ligeros de penas estemos, seguramente nos irá muchísimo mejor.