Desde hace unos días, sufro los sinsabores de la confianza rota. Porque no estará nunca suficientemente sobrevalorado mi apego a ese sentimiento. Es necesario tener la certeza de que podemos ir por la vida confiados; confiando en este y en aquel, en lo que nos dicen, en las promesas y hasta en los supuestos de lo que vendrá, lo que aparecerá en el camino siempre hermoso de la vida.
Mi apego a la confianza es inconmensurable, me alivia más vivir creyendo que mirando de reojo aquí y allá, a este o aquel. No quiero en mi vida la ojeriza, el miedo a ser defraudada, el temor a que de cualquier parte alguien aparezca con lo que no esperaba y de ahí al engaño.
Prefiero que, si llega, llegue y me sorprenda. Así, sin esperarlo; eso de que hay que estar preparados porque “cualquiera te saca un sable”, no es con mi filosofía del vivir. Cuando alguien me falle, comienzo a vivir ese sinsabor; nunca antes de que me suceda.
Pero un día alguien te falla, ¡y cómo duele tanto si son seres conocidos, cercanos, de esos vecinos y amigos “como familia”! y le ves entonces la fea cara a la confianza rota. Y miles de preguntas te rondan, te acechan, no te dejan dormir, o te despiertan en medio de la noche.
Amanece y lo primero es el dolor de la traición, de los bienes necesarios que pusiste en manos del vecino y nunca llegaron a su destino. Piensas en tus niños despojados de su regalo, en lo que debes hacer para resarcir el mal, para no fallar, para recuperar lo arrebatado, para tener justicia.
Hoy amanecí y no abrí los ojos, quise pensar en algo que aliviara mi pena para comenzar el día, y dar alegría a mis niños y a mí misma. Y pensé en el sonido del mar. De pronto sentí su olor y, ante mí, su inmensidad inabarcable lo inundaba todo. Respiré con calma y no quería abrir los ojos, no quería perder esa emoción, necesitaba retenerla para el resto del día y, si fuera posible, hasta para cuando componga los pedazos de mi confianza rota.
Recordé el hermoso poema del uruguayo Eduardo Galeano y se los ofrezco ahora, por si a alguien más le sirve. Hay que sanar.
El mar
Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
—¡Ayúdame a mirar!