Anunciaron lluvias, mas a esa hora el sol brillaba. Con una capa, por si llovía, salió a la escuela uno de mis hijos. Llevaba su merienda, como siempre, aunque hacía varias jornadas que no disponíamos de pan por la falta de harina.
Nada puede impedir que asista, son esos mis pensamientos; y grande fue mi sorpresa cuando, antes de las once de aquella mañana radiante, Tadeo regresó.
Solo ocho niños de todos los grados asistieron, porque habían anunciado lluvias, pero a esa hora todavía el sol brillaba. Y pensé en mis padres y en tantos otros que acomodaban una capa improvisada para que no faltáramos bajo lluvia a la escuela, a expensas de mojar el único par de zapatos, y la merienda podía ser desde unos plátanos maduros, unas guayabas, hasta un dulce salido del fogón de mamá.
Y no quiero hacer una apología de antiguas carencias y necesidades; y mucho menos asegurar que eran mejores tiempos y padres, solo me duelo ante la idea de que el entusiasmo de nuestros niños por irse a sus aulas pueda ser cuartado por cualquier circunstancia.
Nuestros hijos pequeños pueden vivir ajenos a todo tipo de esfuerzo que seamos capaces de hacer, a todo lo que tengamos que enfrentar para que ellos lleven una existencia sosegada; así no sabrán que su uniforme fue planchado en la madrugada cuando pusieron la corriente, ni tampoco de los malabares para que en su mochila no falte la merienda. No tienen por qué aprender que si llueve las aulas permanecerán vacías, y menos si todo queda en el anuncio.
De niña fui aprendiendo que durante toda mi vida podía ser dueña de cuántos bienes pudiera conquistar, podría acumular todo lo material que deseara, también cambiarlo o deshacerme de ellos; aprendí que los objetos se agotan, se gastan por su uso y que no amontonarlos por puro antojo siempre es lo mejor.
Aprendí, a fuerza de escucharlo de mis padres y hermanos mayores, que no hay tesoro más grande que el conocimiento; que eso de que el saber no ocupa espacio es una certeza inobjetable y que serás siempre el propio soberano de cuánto de ello te habite. Que una vez que te hayas apropiado de ese caudal no quedará libro en el que no quieras hurgar, ni maestro al que no acudas; y sentirás cada día que no has aprendido nada porque de cuanto acontezca en la Tierra querrás tener una probada.
Supe desde niña que no querría quedarme con ese tesoro guardado, que un impulso indetenible me llevaría a ofrecerlo a los otros, compartirlo, que lo daría una y otra vez, y aun así seguiría teniéndolo, porque, de todo cuanto lograra en mi existencia, el saber sería lo único que, al regalarlo, no dejaría de ser mío.
Veo a algunos niños jugando bajo el sol, en unos pocos charcos después del aguacero, los miro gozosos en su inocencia y me pregunto tantas cosas.
¿Quién de ellos amasará el pan para que no falte en nuestras mesas, quién descargará el trigo allá en los puertos, quién lo molerá para que la harina siempre llegue presurosa, a tiempo?
¿Cuál de estos niños pronosticará las lluvias para que no nos tomen desprevenidos, cuál se quedará esperando en un aula de escuela a sus niños que ante cualquier inconveniente no llegarán, quién aliviará el dolor del mundo, coserá la herida; quienes apagarán el fuego que devora, levantarán el puente, rescatarán a quienes se sientan ya perdidos, rodeados por el agua o en el fondo de un pozo?
¿Cuál mandará a sus hijos a la escuela pese a todo, cuál les enseñará que estudiar es lo primero, que no puede existir adversidad que impida que sus mentes y corazones se ensanchen, cuál de ellos no querrá repetir con sus niños lo que con ellos hicieron?
Habían anunciado lluvias, pero a esa hora el sol brillaba. Era luminosa la mañana, buena para que las aulas se llenaran de niños siempre ajenos a cuanta carencia hoy nos consume. Niños en busca de las llaves que les deje abrir el mejor de los tesoros, ese que, pese a todo y a tanto, los enseñará a amasar el sol.