Abrazar un niño ajeno

No supe, hasta ahora, esta curiosidad de la naturaleza que involucra a uno de sus animales más atractivos a la vista de no pocos humanos: cuando una ardilla hembra encuentra a una ardilla bebé, le da comida y comienza a buscar si no tiene madre ni padre. Después de unos tres días de investigación y de asegurarse de que no tiene familia alguna, lo toma con cuidado y, mientras sigue alimentándolo, lo familiariza a vivir con ella y sus crías, como si fuera uno de sus hijos. Para siempre.

Así la naturaleza protege a estos animalitos tan atractivos y necesarios para el equilibrio de los bosques, pues la mitad de las semillas que ellos recolectan para alimentarse se convierten en nuevos arbustos, repoblando así grandes extensiones de ecosistemas que son joyas de nuestro planeta.

Imagino al animalito acogiendo al bebé desamparado y me conmuevo. Me rindo ante ese instinto que lo lleva a cerciorarse de que está solo, para terminar alimentándolo con cuidado y acercándolo a su familia como si hubiera sido parido por ella.

Cualquier forma en que animales o personas se muestren protectoras, maternales, que tengan un impulso amoroso de su alma hacia los más pequeños, me resulta siempre de una grandeza inestimable.

No somos los humanos dados en extremo a la adopción de otros humanos, las cifras de niños sin familia en el mundo lo demuestran con creces; sin embargo, sí existe en cientos de millones ese espíritu protector capaz de hacerlos desprenderse de todo para acoger a pequeños que no tienen amparo o que lo tienen muy limitado.

Pero más allá de ese paso sublime que mueve a alguien para que haga suyo a un ser al que no dio vida, existen muchas maneras en que nos podemos regocijar y saber que, cerca de nosotros, de nuestra familia y nuestro entorno, cualquier niño está acompañado, vigilado, hasta mimado, y a salvo.

Pronto nuestros niños saldrán al anhelado descanso del verano, y las calles, los parques y otros sitios estarán llenos de ellos. Y siempre será ese un buen momento para que, mientras cuidamos a los niños con los que andamos, miremos a quienes están próximos a nosotros, porque quizás nos estén necesitando.

En zonas para el juego, magníficas para la diversión, pero no exentas de peligros; en playas y piscinas; en parques con aparatos, en zoológicos y otras áreas, cualquier niño puede salir lastimado, y ese niño pudiera ser el nuestro. Mirar si un pequeño permanece solo por algún rato, si está comiendo algo que pueda dañarlo, sin supervisión; si juegan y se pelean entre ellos, y sus mayores no están; y salir en su ayuda y protegerlos, es lo más bonito y noble que podemos hacer.

En nuestros barrios, podemos mirar si un niño no nos resulta conocido, indagar de dónde es, si ha llegado hasta allí con permiso de sus padres, dejar que juegue cerca de nuestro patio, ver si ha ido a alimentarse, brindarle agua, alguna chuchería compartida de la de nuestros hijos; saber que cerca de nosotros está bien y estar siempre dispuestos a localizar a su familia por si tarda en marcharse, si la noche lo sorprende todavía lejos de su casa; o si va a correr algún peligro a su regreso.

Siempre me conmueve el instinto que, en los animales, los hace cuidarse entre sí, ese llamado ancestral que los mantiene alertas para protegerse y perpetuar su especie; me conmueve como si lo hicieran movidos por los más elevados sentimientos de amor, como si fuera la racionalidad, el conocimiento, la sensibilidad más fina, lo que los guiara. Porque es imposible no enternecerse al saber que una pequeña ardilla, ese animal tan atractivo e inquieto, abraza a hijos ajenos, los acoge, alimenta; y deja a los humanos el mensaje más hermoso de protección y cuidados que podamos recibir, mientras, quizás, caminamos sin darnos cuenta de que un niño ajeno, a nuestro lado, nos puede necesitar.