La espera es un zumbido sordo en los oídos. Así debió ser en cualesquiera de las provincias hermanas del oriente del país, donde el aire se volvió pesado, cargado no solo de la humedad salina que anunció al monstruo llamado Melissa, sino de una zozobra antigua, familiar y corrosiva.
Se habla de vientos de más de 250 kilómetros por hora, de una marejada ciclónica que podía tragarse trozos de la costa, elevar las piedras hasta la montaña; se habla de la categoría cinco que pone los pelos de punta hasta al más veterano.
Las tablas crujieron sobre las ventanas, los vecinos ataron lo que pudieron, y en los ojos de todos un miedo primitivo y legítimo. Ya lo vivimos cuando fuimos tras el rostro de los espantosos Sandy, que en octubre de 2012 atacó con todas sus fuerzas a Santiago de Cuba y territorios aledaños; lo vivimos con Matthew, que, en igual mes del año 2016 entró por Boca de Jaruco, en Guantánamo. Gajes de la naturaleza.
Pero hay otro huracán, uno que no tiene cono de trayectoria ni avisos del Centro de Meteorología. No gira en el Atlántico, sino en los pasillos del poder. No se mide en milibares, en kilómetros por hora, sino en décadas de asfixia contra un país indefenso.
Es el Bloqueo. Un huracán de categoría permanente, un sistema de alta presión a los países del mundo para que voten a favor del bloqueo económico contra Cuba; un sistema de sanciones y restricciones financieras que azota a esta isla con una furia más constante y letal que cualquier fenómeno natural.
Mientras se ataban los techos con fe y alambre, la mente no pudo evitar hacer el paralelismo macabro. ¿Cómo evacuar a una población cuando la flota de transporte está devorada por la escasez de piezas? ¿Cómo llenar una despensa de días sin luz, cuando el salario no alcanza y los mercados, un espejismo de ofertas?
La espera por Melissa fue agónica, pero es una espera con un guion conocido: llega, arrasa, y uno comienza de nuevo. La espera del bloqueo es la de una convalecencia interminable, la de una herida que no cicatrizará porque no la dejan. Así, en la sede de la Organización de Naciones Unidas (ONU) se debatió este martes —y se votó hoy— el proyecto de resolución Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos contra Cuba.
La victoria volvió a ser contundente: 165 países del mundo volvieron a pronunciarse contra el bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por Washington a Cuba. Siete países secundaron a los Estados Unidos, y 12 se abstuvieron.
El huracán Melissa es un enemigo visible, un gigante de lluvia y viento al que, con suerte, se le pudo esquivar, con la debida protección y resguardo. El Bloqueo es invisible, un parásito en el flujo sanguíneo de la economía, que asfixia hospitales, vacía estantes y ahoga los pozos de la esperanza con más empuje que cualquier ciclón tropical.
Es una zozobra doble, entonces. La del cuerpo, que se prepara para el impacto de la naturaleza, y la del alma, que clama por el cese de ese suicidio largo, inhumano, calculado y frío.
Se mira al cielo con aprensión, preguntándose si volverán o no los bandazos de viento; cuándo saldrán los primeros rayos del sol y cuándo llegará toda Cuba al oriente del país. Y luego se mira hacia dentro, hacia esa realidad de apagones, colas y medicinas que no llegan, y se piensa en la votación en Nueva York.
Esa es la verdadera tormenta perfecta: la que se forma cuando la furia del océano se alía con la indiferencia de los hombres y de un sistema hostil, que trata de asfixiar a otro, pese a victorias tras victorias en la sala de la ONU.
Melissa pasó. Dejó su estela de destrucción y las provincias comienzan a levantarse, una vez más, con esa tenacidad obstinada que es el verdadero escudo del cubano. Pero el otro huracán, el de papel y tinta legal, el de la asfixia económica, continúa, pese al reclamo mundial en su contra.
Su fin se debate en un hemiciclo lejano, mientras aquí, en las provincias orientales, en toda Cuba, la gente se aferra a la resistencia frente a las dos tempestades. La que llega del mar, y la que perdura desde hace más de 60 años por culpa de un país obstinado que gira contrario al mundo.