La suerte quiso que una niña no muy segura de qué quería ser, llegara a puerto seguro en el periodismo, porque al final, en la curiosidad y la sensibilidad por entender siempre las razones del otro, tuve las motivaciones correctas.
No llegué a la Universidad de Camagüey con ansias de hablar en televisión, y me encontré más a gusto con las asignaturas de teoría y de gramática, antes que con las técnicas. Lo único que les faltaba a mis ganas de amaestrar palabras y hacer buenas preguntas era llegar a Invasor.
En la vida laboral no se piensa cuando se estudia periodismo. Más bien, una cree que viene a cambiar las cosas para las que no se cree lista, que son muy simples desde fuera. Esos vicios, los gajes, vienen después, cuando te "sueltan" en el mundo real.
No obstante, volví a mi provincia, ya graduada, con la agenda llena de temas. Y la mitad de lo que hoy me permite llamarme a mí misma periodista, se lo debo a colegas como Sayli Sosa, Ailén Castilla y Katia Siberia. Aunque, a estas alturas, eso a nadie le debe sorprender.
• Sobre dos de nuestras reporteras
En Invasor aprendí a amar las entrevistas, a asumir el principio de poner sobre el papel la historia del otro, la verdad del otro, de honrar sus palabras. Y que el milagro de la prensa es justo eso, dejar que las palabras de otro se cuelen y caigan, naturales y frescas, sobre la página del Word.
Hace poco más de un año escribí sobre eso: "Queremos saber mucho, el nivel de pureza del agua en el subsuelo, la cantidad de viandas que pudo comprar el mes pasado, los éxitos de nuestros artistas y deportistas, las trabas en la educación de nuestros niños, los hilos que mueven la discriminación". Y sigo creyendo que no hablar de todo eso es un lujo irresponsable.
En Invasor aprendí que la crónica no es azúcar literaria para endulzar lo insulso, que solo se puede cronicar bien lo que no se siente así.
Me enseñó que la escritura no siempre es una fiesta, un discurrir fluido y sin tropiezos, sino también una puja desgastante, entre gramática, problemas cotidianos y una agenda que nunca se vacía. También que la escritura no siempre es esa lucha apasionada, que hay temas no sublimes, pero necesarios, y que eso está bien.
Aprendí que es cuando todo encargo se simplifica a la misión de ir, ver, volver, y contar, que se empieza a ser responsable. Tanto como se es desde el título hasta el punto final. Y que esa responsabilidad es compartida con editores y colegas, aunque solo quede a la vista el nombre propio.
Aprendí que en el periodismo es sano tener ciertas obsesiones, la violencia de género, las diferencias sociales, la burocracia, la improductividad agrícola, si es que así logramos más "obsesos" que lo arreglen.
Agarré la manía de cuestionarme cosas, de querer que me las cuenten, de "invadir" con nuevas preguntas la mente de algún lector.
No conocí Invasor hasta el cuarto año de la carrera, cuando vine a hacer un ejercicio de clase, sobre (según recuerdo) las diferencias salariales de aquel 2018 en que en la construcción se cobraba el doble que en las escuelas. Ya quería domesticar palabras, y apenas sabía entonces lo que significaba la palabra periodista.
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