Nostalgias de los que no se van

Josué es un niño de 10 años con ojos tristes. Al mirarlo se percibe que todo no está bien como parece, hay ausencia de algo detrás de esa felicidad que aparentemente suple la suficiente ropa de marca, los buenos calzados, el celular propio y hasta con línea para perderse entre los avatares de Internet y los juegos que él prefiera.

Su mirada lo delata, eso sí, hay que ser buen observador. El pequeño, desde hace varios años, convive con la dura realidad de tener a sus padres residiendo en otro país. Tras el propósito de mejorar económicamente y proveer a su hijo de lo necesario para vivir mejor, ambos (primero el padre y después la madre) emprendieron viaje hacia una nueva vida, quizás sin saber siquiera el impacto por partida doble en el estado emocional de su hijo. El niño quedó bajo el cuidado de sus abuelos. 

Un tiempo después, el pequeño lidió con el fallecimiento de su abuela. Hay quienes dicen que fue él quien descubrió que ya no respiraba. Hoy solo vive con su abuelo, por quien da la vida, aunque debe ser complejo para un adulto de la tercera edad, llevar a la par el manejo de los quehaceres del hogar y la crianza del menor.

María, por su parte, apenas suma 9 años. Sus padres emigraron a los Estados Unidos, al igual que sus abuelos maternos. En Cuba convive con su tía abuela, que la quiere mucho y la educa sobre la base del respeto y los valores. Pero María vive circundada por nostalgias; alega haber sido abandonada, porque sus padres “la dejaron sola”. La coyuntura propició que la infante cambiara de hogar y de costumbres, llevándola a una convivencia, ahora, con nuevos familiares.

Con frecuencia rechaza las videollamadas, se muestra segura cuando insiste al decir que nadie la quiere. Cuando piensa así, se entristece y se extingue el alivio posible; no surte efecto la muñeca que habla, ni el ventilador recargable que refresca sus noches sin electricidad, ni la tableta electrónica que, sin pensarlo dos veces, haría el trueque a cambio del estado presencial de sus padres.

La hermana de María, Eduarda, estudia en el preuniversitario y convive entonces con su bisabuela materna, quien la lleva un poco recio, porque quiere una educación de excelencia para su bisnieta adolescente. 

Eduarda y María comparten la misma mamá, pero no el papá. El progenitor de Eduarda, aunque vive en Cuba, no le presta la atención necesaria. Como es de suponer, ella también refiere sentirse abandonada y procura encontrar por doquier ese amor tan necesario y los consejos útiles en un período complejo de la existencia humana: la adolescencia.

Estas historias de vida se multiplican desde hace años en la geografía avileña —y cubana—, aparejadas al auge de la emigración. Tanto en el contexto del barrio como en el de la escuela, se aprecian las consecuencias en el estado emocional y el comportamiento de los menores de edad que, de un momento a otro, deben recibir los días y las noches sin el beso y el abrazo de quienes les dieron la vida. 

El disfraz material plagado de exorbitante bisutería, con el cual se intenta aminorar estas añoranzas, pasa imperceptible ante los niños. A su edad los desborda la inocencia y los invade el orgullo de pasear con mamá y papá, o de que ambos los acompañen en la actividad del 4 de abril o cuando finalice el curso escolar. También prefieren que estén allí para colocar su pañoleta y para corregirlos durante el horario de las tareas. 

El aliciente paternal para niños y adolescentes resulta vital, además, para lograr excelentes calificaciones, participar en los matutinos y en los festivales artísticos o deportivos.

El acompañamiento de mamá y papá propicia que la hija o el hijo sean algo así como un “todoterreno” indetenible durante su tránsito por la niñez y la adolescencia. De ahí que, desde el entorno escolar, la proyección educativa del claustro debe tener en cuenta la existencia de educandos invadidos por las nostalgias típicas de los que se quedan, víctimas de los vacíos emocionales provocados por la emigración.

No se trata de hacer por hacer, o de analizar fríamente un fenómeno nuevo. Se trata de infundir una vez más ese humanismo y calidad profesoral con el cual, cada educador cubano asume, desde antaño, a su alumno, como el ser humano que es. La cotidianidad testifica la necesidad de una estrategia diferenciada para el tratamiento a niñas, niños y adolescentes que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad y riesgo como consecuencia de la migración parental. 

Se precisan, incluso, determinados conocimientos jurídicos por parte del docente, para orientar a los progenitores y familiares sobre los procedimientos que brinden una adecuada protección a los derechos de los grupos etarios en cuestión.

Cuando se adicionan procederes educativos, sicológicos, jurídicos y comunitarios, con el propósito de hacer sonreír a quien padece los efectos de los padres emigrantes, se ponen de pláceme los valores, eslabón inherente a la cubanía. Sobre todo, porque resulta de sabios obrar bien por la felicidad de otros y en torno a la utilidad de la virtud.

El Código de las Familias busca estar a tono con las normativas migratorias, al garantizar que los padres ejerzan su responsabilidad parental y participen en la crianza y educación de sus hijos, aun cuando medie la emigración. El marco regulatorio cubano brinda a los progenitores emigrantes todas las vías posibles para proteger a su hijo y garantizar el sustento económico de este. 

Por tanto, el hecho de estar de uno u otro lado de la geografía mundial, no impide acompañar a los hijos, en la medida de lo posible, y mediante el uso de las tecnologías u otra vía que elija. Tampoco se trata de juzgar, pues en medio de un contexto económico bien complejo, cada cual está en su derecho de elegir dónde y cómo vivir mejor.

El interés consiste en colaborar, y hacer más sano y alegre el día a día de los niños cuyos padres radican en otros países. El interés social, desglosado desde la voluntad misma de cada cual, debe impulsar el desarrollo de actividades de grado y extraescolares, en el ambiente educacional, que afiancen el buen estado emocional de los infantes y contribuyan a la adecuada formación de hombres y mujeres de bien, los cuales pudieran ser felices durante ese tiempo de ausencia física de las figuras materna y paterna o de ambas.

Asistir a consultas especializadas de psicología también influye de manera favorable en la construcción de la felicidad, con el afán de ayudar a los pequeños a interactuar con las secuelas —involuntarias, por supuesto— que cobran vida cuando los padres emigran.

Los miembros de las familias no emigrados, así como los que se van, pagan un alto costo emocional, evidenciado en el modo de interactuar con los demás, a veces con rasgos de agresividad y en la alteración de su salud mental. A menudo apreciamos casos donde la ausencia de los padres, o de alguno de ellos, por migración parental, ha desencadenado patologías, conflictos, angustias o síntomas sociales para los hijos que encaran la pérdida sin la ayuda psicológica, pedagógica y familiar requerida para el nuevo escenario. 

Se impone reflexionar en torno a la diversidad de situaciones que rodean a niñas, niños y adolescentes afectados por la migración parental en la provincia avileña, así como en el resto de la Isla. Tal escenario implora su análisis y alineación con las realidades de la nación en los ámbitos social, familiar y educativo, en correspondencia con las disposiciones de la Convención sobre los Derechos del Niño y la Constitución de la República de Cuba.

El apoyo integral de la familia, la escuela y la comunidad deben mostrar su valía para hacer más placentera la convivencia social de niños como Josué, María y Eduarda, que viven bajo el asedio de las nostalgias propias de los que no se van.

 


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