Diego no puede exponerse al sol ni al calor y cualquier picadura de mosquito sería para él una complicación. Lidia con una enfermedad tan terrible como la Epidermólisis bullosa distrófica recesiva (EBDR)
Muchas veces, Diego comienza el día con ampollas nuevas. Se mete al baño para limpiarse las supuraciones con cuidado de no quemarse la piel, como un experto de 10 añitos que lleva toda la vida lidiando con una enfermedad tan terrible como la Epidermólisis bullosa distrófica recesiva (EBDR).
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Nodalgis Hernández Muñoz tuvo un embarazo normal; por desgracia, esta enfermedad no se detecta durante la gestación del niño y no fue hasta el momento del parto que la descubren, portadora de un padecimiento crónico que afecta a uno de cada 50 000 recién nacidos.
Pasó muchos días en la sala de prematuros, con la excusa médica de que estaba bajo peso para no alterar a su mamá, quién notó durante el parto que a su niño le faltaba la piel del codo y las rodillas. Al cuarto día se reunieron con ella para explicarle la condición de su hijo. Ese fue el momento más difícil, decirle a una mujer que no tenía conocimiento alguno sobre este padecimiento, cómo debería tratar en lo adelante a su hijo.
Llegar a la sala de prematuros significaba “rajarse a dar gritos", sobre todo en el momento de las curas. Las llagas en el cuerpo diminuto del niño y los baños con Acriflavina fueron traumáticos y le dejaban el dolor y la impotencia atorados en el cuello.
Nodalgis cambia la vista cuando lo describe envuelto en gasas, “era más vendas que niño”, me dice. Lo cierto es que Diego pasó los primeros días de su vida entre algodones y pomadas, se quedó mucho tiempo en la incubadora y disfrutaba el calor de su mamá en las breves visitas que tenía para amamantarlo.
Entonces ella atesoraba aquellos minutos de gloria en que tenía su “trocito de gente” entre las manos, y podía verlo fruncir el ceño y babearse los dedos, sin el estorbo de los cristales. Se sentía dichosa, le besaba la frente con cuidado y lo depositaba de nuevo en su lugar, para volver entristecida a su cuarto y esperar a que pasaran otras tres horas para otra vez sentirlo posado sobre su pecho como una pequeña oruga. Vivía de esos momentos, hasta que lo tuvo solo para ella.
“Me dejaron llevármelo porque en la casa había un aire acondicionado. Yo no pago la corriente, el gobierno me la paga; no sé ni lo que gasta el aire, pero he hecho varias gestiones porque necesito un panel solar, por ejemplo, para los días de apagones: es una tortura, porque entre el calor y los mosquitos uno no puede dormir con la preocupación de que el muchacho se me ponga malito”.
Al sacarlo del hospital llegaron los días más tristes, los de tenerlo en casa y no saber qué hacer, al punto de contar con un enfermero las 24 horas del día, porque no se atrevía a coger los apósitos con sus manos y aplicarle las curas tan necesarias, a sabiendas de que estas le proporcionaban un dolor terrible. Muchos años después, Nodalgis tiene a su favor la experiencia de una lucha diaria contra un mal que no tiene cura.
Diego no puede exponerse al sol ni al calor, y cualquier picadura de mosquito sería para él una complicación terrible. Tirarse descalzo en la tierra, correr sobre las piedras, rasparse las rodillas, llegar a casa fatigado de tanto jugar y caminar a la escuela con el resto de sus amigos, son utopías que viven en su mente, porque ha crecido en una atmósfera de prohibiciones.
La compañía de Tito (su perrito) hace más llevadero su encierro, Diego le habla a su mascota como si se tratara de un niño“Ha sido difícil, pero, como nació con esa enfermedad, uno le va explicando: ‘Mira, papi, no puedes salir del cuarto’, no puedes hacer esto, no puedes hacer lo otro. Es muy difícil, más en la etapa en la que está entrando ahora”, me cuenta casi en un susurro y levanta los hombros, “ya uno no sabe que inventar para entretenerlo aquí en la casa, yo no sé la cantidad de veces en el día que me dice que está aburrido; imagínate, es un niño”.
En varias ocasiones ha presentado lesiones en la córnea, también el oído y los genitales se han visto afectados. Depende de laxantes para el estreñimiento, lo cual ha obligado a su familia a recorrer Cuba, de una punta a la otra, en busca de médicos capacitados para su tratamiento.
Recibe sus clases en la casa y asiente orgullosamente cuando su mamá me dice que no le gusta la escuela.
Cuando le pregunto qué quiere ser cuando crezca, dice que “millonario” y ríe de su propia ocurrencia antes de volver a perderse dentro del cuarto. Es cierto que no le gusta estudiar, pero adora bailar, cantar, los carnavales y toda la algarabía que provocan. No se siente mal por su enfermedad, por más que sea inevitable reconocer las diferencias entre él y otros niños de su edad.
Cuando el clima y su salud lo permiten, sus compañeros de aula lo visitan y lo han llevado a la escuela. Además, relacionarse con personas de su misma condición lo ha ayudado mucho. Me cuenta con entusiasmo que una vez se reunieron seis enfermos de EBDR en Lagos de Mayajigua y fue “increíble lo que hablaban entre ellos”. Se convirtieron en una pequeña familia con un mal en común y lograron cierta camaradería, que de alguna forma les hizo ver que no estaban solos, que no eran extraños.
Habría que decir, también, que Nodalgis vive para su hijo. No puede trabajar, no sale de la casa, tampoco tiene una vida normal ni ningún proyecto en el que no esté su niñito. Vive para él y no hay espacio para dudas, sobre todo, cuando la veo reír con cualquier frase ocurrente de Diego, quien corretea de un lado a otro de la casa.
Algo muy necesario en situaciones como esta es el apoyo de la familia y en esta historia eso no ha faltado. “Siempre me han dado fuerzas, fue muy importante para seguir adelante”. Lo otro sería la atención de salud, según Nodalgis: “Siempre han sido muy atentos. Me traen el material y el médico me dio su número e insistió en que podía llamarlo a cualquier hora. Además, tenemos el grupo Alas de mariposa, en Facebook, que reúne a todos los niños que padecen esta enfermedad en el país. Nos ayudamos entre nosotros y compartimos experiencias, eso es muy bonito y reconfortante”.
Corre riendo por los pasillos, hace chistes y juega a los disfraces. Se esconde tras la pared del baño y sale con las mejillas enrojecidas y mirada de pillo. Da gusto verlo, el pequeño extiende sus brazos repletos de llagas y salta entre los muebles porque, a pesar de todo, ha aprendido a sobrellevar su padecimiento sin verse afectado emocionalmente. “Él es un niño feliz, olvídate de eso”, afirma orgullosa Nodalgis. Para Diego, la felicidad también es crónica.